Urashima vivió, hace cientos y cientos de años, en una de las islas situadas al oeste del archipiélago japonés. Era el único hijo de un matrimonio de pescadores. Una red y una barquichuela constituían toda su fortuna. Sin embargo, el matrimonio veía compensada su pobreza con la bondad de su hijo Urashima.
Y sucedió que cierto día el muchacho caminaba por una de las calles de la aldea, cuando de pronto vió a unos cuantos chiquillos que maltrataban a una enorme tortuga. De seguir de aquel modo mucho tiempo, hubieran acabado por matarla, y Urashima decidió impedirlo. Se dirigió a los chicos, y, reprendiéndoles por su mala acción, les quitó la tortuga. Cuando la tuvo en sus manos, pensó dejarla en libertad, y para ello fué hacea la playa. Una vez allí, la llevó a la orilla y la dejó en el mar. Vió cómo la tortuga se alejaba poco a poco, y cuando la perdió de vista, Urashima regresó a su casa. Sentía una gran satisfacción por haber librado al animal de sus pequeños verdugos.
Transcurrió algún tiempo desde aquel día. Una mañana, el muchacho se fue a pescar. Tomó el camino que conducía a la playa y cuando llegó puso la barca en el agua, montó en ella y remó hacia dentro. Llevaba largo rato remando y perdió de vista la orilla; decidió echar al agua su red, y cuando tiró para sacarla hacia fuera, notó que le pesaba más que de costumbre. Logró subirla, y con gran sorpresa vió que dentro de la red estaba la tortuga que él mismo echó en el mar, la cual, dirigiéndose a él, le dijo que el rey de los mares, que había visto su buen corazón, la enviaba para conducirle a su palacio y casarle con su hija, la princesa Otohime.
A Urashima le entusiasmaban las aventuras y accedió muy gustoso. Juntos se fueron mar adentro, hasta que llegaron a Riugú, la ciudad del reino del mar. Era maravillosa. Sus casas eran de esmeralda y los tejidos de oro; el suelo estaba cubierto de perlas y grandes árboles de coral daban sombra en los jardines; sus hojas eran de nácar y sus frutos de las más bellas pedrerís. Hacia los asombrados ojos de Urashima avanzaba una hermosísima doncella: era Otohime, la hija del rey del mar. Le recibió como a un esposo y juntos vivieron varios días en una completa felicidad.
Todos colmaban al pescador de todo género de atenciones, y entre tanta delicia, Urashima no sintió que el tiempo pasaba. No podía precisar desde cuándo estaba allí. ¿Para qué había de saberlo? No debía importarle. La vida en aquel lugar maravilloso le parecía inmejorable; nunca pudo soñar nada semejante.
Pero sucedió que un día se acordó de sus padres. ¿Qué sería de ellos? Sin duda sufrirían mucho sin saber lo que había sido de él. Y desde aquel momento la tristeza se apoderó de todo su ser. Nada lograba distraerle; ya no encontraba aquel lugar tan encantador y hasta le pareció menos bello. Sólo deseaba una cosa: volver junto a sus queridos padres. Y así se lo comunicó una mañana a su esposa, cuando ésta procuraba por todos los medios averiguar la causa de su pena. Al decirle Urashima lo que quería, Otohime se entristeció; procuró convencerle de que se quedara junto a ella, pero nada logró. El pescador estaba firme en su propósito. Así, pues, prometió volverle a la aldea, y con un lucido cortejo le acompañó hasta la playa. Cuando al fin llegaron, la princesa entregó a Urashima una pequeña caja de laca, atada con un cordón de seda. Le recomendó que, si quería volver a verla, nunca la abriese. Después se despidió de él y con su cortejo se internó en el mar.
Pronto Urashima la perdió de vista. Con la cajita en sus manos, miraba fijamente a las aguas. Así estuvo algún tiempo; después recorrió la playa. De nuevo estaba en su pueblecito. Las mismas arenas, las rocas de siempre, el mismo sitio donde de pequeño tantas veces había ido a jugar; le parecía que su vida en la cuidad del mar había sido un sueño. Qué lejos todo aquello! Entonces encaminó sus pasos hacia su casa; pero cuando entró en la aldea no supo por dónde ir. La encontraba completamente cambiada: no la reconocía. Las casas eran más grandes; tejados de pizarra habían sustituido a los que él vio de paja. La gente se vestía con vistosos quimonos bordados. Parecía otro lugar. Y, sin embargo, era su pueblo; estaba seguro. La misma playa, las mismas montañas. Sólo las casas y la gente habían cambiado.
Entonces decidió preguntar a unos muchachos en dónde se encontraba la casa del pescador Urashima, pensando que éste era también el nombre de su padre. Los muchachos no supieron responderle; no conocían a tal pescador. Entró en un comercio e hizo igual pregunta al dueño; pero le dijo lo mismo que los chicos: nunca había oído hablar de tal pescador, y eso que creía conocer a todo el pueblo. En esto acertó a pasar por allí un hombre que debía de tener muchos años, a juzgar por su apariencia. Era conocido por saber mil historias antiguas del pueblo y conocer las vidas de sus antiguos habitantes. Urashima se dirigió a él, por indicacion del dueño de la tienda y le preguntó dónde estaba la casa del pescador Urashima. El viejo no contestó; se quedó un momento pensativo, y al cabo de un rato dijo que casi lo había olvidado, porque habían pasado más de cien años desde que murió el matrimonio. Su único hijo decían que un día salió a pescar, y a partir de entonces nadie volvió a saber lo que le sucedió. Urashima empezó a comprender: mientras vivió en la ciudad del mar había perdido la noción del tiempo. Lo que le había parecido sólo unos cuantos días habían sido más de cien años. No supo qué hacer; se encontraba completamente solo en un pueblo que, aunque era el suyo, le era absolutamente extraño.
Entonces se dirigió a la playa; puesto que había perdido a sus padres, volvería con la princesa Otohime. Pero ¿Cómo llegar a ella? En su precipitación por ver a sus padres, olvidó, cuando se despidieron, preguntarle de qué medio se valdría para volver a verla. De pronto, recordó la cajita que tenía entre sus manos; se olvidó de que no debía abrirla, y pensó que, haciéndolo, quizá pudiera ir junto a Otohime. Desató sus cordones y la destapó. Al instante salió de ella una nubecilla que se fué elevando, elevando, hasta perderse de vista. En vano Urashima intentó alcanzarla. Entonces recordó la recomendación de la princesa; su atolondramiento le había perdido. Ya no volvería a verla.
De pronto sintió que sus fuerzas le abandonaban, sus cabellos encanecían, innumerables arrugas surcaron su piel; su corazón cesó de latir, y, al fin, cayó al suelo. Cuando a la mañana siguiente fueron los muchachos a bañarse, vieron tendido en la arena a un hombre decrépito, sin vida. era Urashima que había muerto de viejo.
Eduardo Galeano
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Esta parte reservada del ciberespacio siempre se ha nutrido de tus palabras
paganas. Se te echará de menos.
Hasta siempre Eduardo!
Hace 9 años.
4 comentarios:
Que triste, bo.
La iba leyendo y pensé en cuentos como Arthur y los Minimoys (peli que esta en cartel ahora), o mismo a las Cronicas de Narnia, donde el tiempo de añares, en realidad no pasa en la vida real.
Pero no, era mucho mejor que eso, una historia que me gustó mucho más que las pelis nombradas (si si, siemrpe cinéfilo, la pucha, jaja).
Tristonga, pero muy linda historia.
Hola gracias por pasar a darnos la bienvenida y ver nuestro blog!!! estamos muy emocionados y contentos con lo q estamos haciendo...
Tu blgo parece interesante, no dedico mi tiempo ahora a leer nada por q ando apurado pero prometo leer bastante
saludos
Me gusto el cuento y tu blog.Gracias por postearlo.
Valentin
me gustó la historia. lo de la caja que no podía ver me recordó en cierta forma a una parte de la historia de huenchula (leyenda chilota) en que huenchula de deja su hijo a su madre diciendole que no lo viera, y esta no aguanta la curiosidad, en ese instante el bebe se convirtió en agua .
y tambien me acordó a la mas tipica de pandora.
ejemplos similares supongo que se deben dar mucho
me gustó el blog llegué aqui buscando leyendas selknam, y parece que pasaré por aqui mas seguido
saludos entonces
adios
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