20 diciembre 2007

Isondú. La leyenda de las luciérnagas


Isondú fue el hombre más hermoso entre todos los guaraníes. El más alto, el más fuerte, el más hábil. Había que verlo disparando una flecha, remando en la canoa, bailando en las ceremonias de los payés.

Cuando era chico, no había madre en su tevy que, al verlo reírse, no le hiciera una caricia y, cuando le llegó la hora del tembetá ya había muchas indiecitas que querían casarse con él. A todas les gustaban sus manos diestras, su mirada penetrante y su perfume a madera.

Junto con el amor que despertó en tantas muchachas, se despertó también la envidia de los hombres. Los que habían jugado con él sobre las hojas de palmera y más tarde en los claros o en el río ahora le tenían rabia. Por eso prepararon la emboscada.

A Isondú lo esperaron un atardecer. Temprano habían cavado el pozo en el camino y lo habían disimulado bien: ya se sabe que los guaraníes eran especialistas en cazar con trampas, y esta ya estaba lista. Después se sentaron a esperar, y a tomarse la chicha de maíz que habían llevado.

Isondú volvía de la aldea vecina, donde tenía parientes. Venía solo, pensando en una chica que había conocido allí, la única muchacha que estaba seguro de poder querer. Sin duda pronto se casaría con ella, ya se la imaginaba junto a él, con el cuerpo adornado con pinturas y una flor - la orquídea más hermosa que él pudiera encontrar - en su largo pelo negro. Contento y cansado iba por los caminos de la selva, espantándose los mosquitos de tanto en tanto. A él, tan grande y fuerte, se lo veía pqueño al lado de los árboles inmensos.

Cuando faltaba poco para llegar a su aldea, empezó a escuchar las risas y los gritos de sus enemigos. Pero no se inquietó, porque era joven, no le tenía miedo a nada y había sido siempre demasiado dichoso como para suponer que se acercaba la desgracia. Cuando escucharon sus pasos, los otros se quedaron callados. De pronto, Isondú tropezó entre unas lianas y cayó en el pozo.

Los otros salieron enseguida de sus escondites y empezaron a reírse y a burlarse de él:

- ¡Isondú! ¡Isondú! ¡Te cazamos como a un tapir!

- A ver, ¿de qué te sirve ahora ser tan valiente?

- ¡Isondú! ¡Ahí va un anzuelo para que muerdas! ¿O querés que llamemos a tu mamita para que te salve?

Y mientras tanto le tiraban palitos, frutos y unas bolitas de arcilla dura con las que cazaban ratones y los pájaros.

Isondú les gritaba:

- Pero, ¿qué hacen? ¿qué les pasa? ¿qué les hice yo, cobardes? - Y desde abajo les devolvía los proyectiles.

Uno de los agresores le contestó:

j- Ya vas a ver si somos cobardes. - Y agarró su maza y le pegó a Isondú en un hombro, en la cabeza, en la espalda... Los demás se envalentonaron y entre insultos hicieron lo propio: el cuerpo de Isondú se fue llenando de cardenales y de sangre, y allí quedó, acallado, caído sobre un costado en el fondo del pozo.

En la selva era casi de noche. Los asesinos seguían en el borde de la trampa, paralizados por el miedo. De pronto vieron confusamente que Isondú se movía, que su cuerpo tomaba de a poco la forma de un insecto y que en el lugar de cada herida se encendía una lucecita. Isondú agitó sus alas y salió volando: ya estaba libre.

Un momento después centenares de Isondúes se dispersaban en la selva, debajo del techo que forman allí los árboles, los helechos y las lianas, iluminando intermitentemente la noche guaraní. Muchos de estos insectos traspusieron los ríos, dejaron atrás la selva y se perdieron en el campo.


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10 noviembre 2007

Leyenda del Roble Albar (Oak)



Un día, hace no mucho tiempo, un hombre que se apoyaba contra un Roble Albar, en un viejo parque de Surray, escuchó lo que el árbol pensaba. Eran sonidos muy curiosos, pero los árboles piensan, como se sabe y algunas personas pueden entender lo que éstos piensan. Éste viejo Roble, y era un Roble muy viejo, se decía para si: "Cómo envido a las vacas del prado que pueden andar por todo el campo, y aquí estoy yo; todo alrededor de mi es tan hermoso y maravilloso, los rayos del sol y la brisa y la lluvia y sin embargo estoy enraizado en éste lugar." Y años más adelante, el hombre descubrió que en las flores del Roble Albar había un gran poder, el poder de curar a mucha gente enferma, y de éste modo recolectó las flores del Roble y las convirtió en medicina. Y muchísimas personas fueron curadas y volvieron a sentirse bien. Algún tiempo después de ésto, en una calurosa tarde de verano, el hombre estaba reclinado al borde de un campo de trigo, muy próximo al sueño, y escuchó a un árbol pensar y algunas personas pueden oír el pensamiento de los árboles. Y el árbol hablaba con sigo mismo muy sosegadamente y decía: "Ya no envidio a las vacas que andan por los prados, ahora puedo ir a los cuatros puntos cardinales y curar a los enfermos."; y el hombre miró hacia arriba y descubrió que era un Roble Albar el que estaba pensando.


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29 octubre 2007

Urashima y la tortuga


Urashima vivió, hace cientos y cientos de años, en una de las islas situadas al oeste del archipiélago japonés. Era el único hijo de un matrimonio de pescadores. Una red y una barquichuela constituían toda su fortuna. Sin embargo, el matrimonio veía compensada su pobreza con la bondad de su hijo Urashima.
Y sucedió que cierto día el muchacho caminaba por una de las calles de la aldea, cuando de pronto vió a unos cuantos chiquillos que maltrataban a una enorme tortuga. De seguir de aquel modo mucho tiempo, hubieran acabado por matarla, y Urashima decidió impedirlo. Se dirigió a los chicos, y, reprendiéndoles por su mala acción, les quitó la tortuga. Cuando la tuvo en sus manos, pensó dejarla en libertad, y para ello fué hacea la playa. Una vez allí, la llevó a la orilla y la dejó en el mar. Vió cómo la tortuga se alejaba poco a poco, y cuando la perdió de vista, Urashima regresó a su casa. Sentía una gran satisfacción por haber librado al animal de sus pequeños verdugos.

Transcurrió algún tiempo desde aquel día. Una mañana, el muchacho se fue a pescar. Tomó el camino que conducía a la playa y cuando llegó puso la barca en el agua, montó en ella y remó hacia dentro. Llevaba largo rato remando y perdió de vista la orilla; decidió echar al agua su red, y cuando tiró para sacarla hacia fuera, notó que le pesaba más que de costumbre. Logró subirla, y con gran sorpresa vió que dentro de la red estaba la tortuga que él mismo echó en el mar, la cual, dirigiéndose a él, le dijo que el rey de los mares, que había visto su buen corazón, la enviaba para conducirle a su palacio y casarle con su hija, la princesa Otohime.

A Urashima le entusiasmaban las aventuras y accedió muy gustoso. Juntos se fueron mar adentro, hasta que llegaron a Riugú, la ciudad del reino del mar. Era maravillosa. Sus casas eran de esmeralda y los tejidos de oro; el suelo estaba cubierto de perlas y grandes árboles de coral daban sombra en los jardines; sus hojas eran de nácar y sus frutos de las más bellas pedrerís. Hacia los asombrados ojos de Urashima avanzaba una hermosísima doncella: era Otohime, la hija del rey del mar. Le recibió como a un esposo y juntos vivieron varios días en una completa felicidad.

Todos colmaban al pescador de todo género de atenciones, y entre tanta delicia, Urashima no sintió que el tiempo pasaba. No podía precisar desde cuándo estaba allí. ¿Para qué había de saberlo? No debía importarle. La vida en aquel lugar maravilloso le parecía inmejorable; nunca pudo soñar nada semejante.


Pero sucedió que un día se acordó de sus padres. ¿Qué sería de ellos? Sin duda sufrirían mucho sin saber lo que había sido de él. Y desde aquel momento la tristeza se apoderó de todo su ser. Nada lograba distraerle; ya no encontraba aquel lugar tan encantador y hasta le pareció menos bello. Sólo deseaba una cosa: volver junto a sus queridos padres. Y así se lo comunicó una mañana a su esposa, cuando ésta procuraba por todos los medios averiguar la causa de su pena. Al decirle Urashima lo que quería, Otohime se entristeció; procuró convencerle de que se quedara junto a ella, pero nada logró. El pescador estaba firme en su propósito. Así, pues, prometió volverle a la aldea, y con un lucido cortejo le acompañó hasta la playa. Cuando al fin llegaron, la princesa entregó a Urashima una pequeña caja de laca, atada con un cordón de seda. Le recomendó que, si quería volver a verla, nunca la abriese. Después se despidió de él y con su cortejo se internó en el mar.


Pronto Urashima la perdió de vista. Con la cajita en sus manos, miraba fijamente a las aguas. Así estuvo algún tiempo; después recorrió la playa. De nuevo estaba en su pueblecito. Las mismas arenas, las rocas de siempre, el mismo sitio donde de pequeño tantas veces había ido a jugar; le parecía que su vida en la cuidad del mar había sido un sueño. Qué lejos todo aquello! Entonces encaminó sus pasos hacia su casa; pero cuando entró en la aldea no supo por dónde ir. La encontraba completamente cambiada: no la reconocía. Las casas eran más grandes; tejados de pizarra habían sustituido a los que él vio de paja. La gente se vestía con vistosos quimonos bordados. Parecía otro lugar. Y, sin embargo, era su pueblo; estaba seguro. La misma playa, las mismas montañas. Sólo las casas y la gente habían cambiado.

Entonces decidió preguntar a unos muchachos en dónde se encontraba la casa del pescador Urashima, pensando que éste era también el nombre de su padre. Los muchachos no supieron responderle; no conocían a tal pescador. Entró en un comercio e hizo igual pregunta al dueño; pero le dijo lo mismo que los chicos: nunca había oído hablar de tal pescador, y eso que creía conocer a todo el pueblo. En esto acertó a pasar por allí un hombre que debía de tener muchos años, a juzgar por su apariencia. Era conocido por saber mil historias antiguas del pueblo y conocer las vidas de sus antiguos habitantes.
Urashima se dirigió a él, por indicacion del dueño de la tienda y le preguntó dónde estaba la casa del pescador Urashima. El viejo no contestó; se quedó un momento pensativo, y al cabo de un rato dijo que casi lo había olvidado, porque habían pasado más de cien años desde que murió el matrimonio. Su único hijo decían que un día salió a pescar, y a partir de entonces nadie volvió a saber lo que le sucedió. Urashima empezó a comprender: mientras vivió en la ciudad del mar había perdido la noción del tiempo. Lo que le había parecido sólo unos cuantos días habían sido más de cien años. No supo qué hacer; se encontraba completamente solo en un pueblo que, aunque era el suyo, le era absolutamente extraño.

Entonces se dirigió a la playa; puesto que había perdido a sus padres, volvería con la princesa Otohime. Pero ¿Cómo llegar a ella? En su precipitación por ver a sus padres, olvidó, cuando se despidieron, preguntarle de qué medio se valdría para volver a verla. De pronto, recordó la cajita que tenía entre sus manos; se olvidó de que no debía abrirla, y pensó que, haciéndolo, quizá pudiera ir junto a Otohime.
Desató sus cordones y la destapó. Al instante salió de ella una nubecilla que se fué elevando, elevando, hasta perderse de vista. En vano Urashima intentó alcanzarla. Entonces recordó la recomendación de la princesa; su atolondramiento le había perdido. Ya no volvería a verla.

De pronto sintió que sus fuerzas le abandonaban, sus cabellos encanecían, innumerables arrugas surcaron su piel; su corazón cesó de latir, y, al fin, cayó al suelo.
Cuando a la mañana siguiente fueron los muchachos a bañarse, vieron tendido en la arena a un hombre decrépito, sin vida. era Urashima que había muerto de viejo.


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23 octubre 2007

Leyenda del Girasol


Cuenta una leyenda guaraní que la vida del Girasol comenzó en un lugar a orillas del río Paraná, donde vivían dos tribus vecinas. Los caciques de ambas tribus, Pirayú y Mandió, eran muy buenos amigos, y sus pueblos intercambiaban pacíficamente artesanías y alimentos.
Pirayú pensaba que la hermandad y el respeto entre las dos tribus durarían para siempre. Mandió, en cambio, estaba convencido de que ambos pueblos debían ser uno. Sabía que Pirayú tenía una hija muy hermosa llamada Carandaí. La había visto a lo lejos, paseando por la orilla del río Paraná, rodeada de amigos, y su belleza le había quitado el sueño.

Un día fue a ver a su amigo y le dijo:

- Para que nuestros pueblos fortalezcan su hermandad convirtiéndose en uno, dame la mano de tu hija.
Pero éste le dijo que eso era algo imposible, y le contó que su hija no se casaría con ningún hombre porque había ofrecido su vida al Dios Sol.
Mandió se encolerizó, y Pirayú trató de explicarle, de la mejor manera posible, que la joven Carandaí pasaba horas al Sol desde muy pequeña y vivía únicamente para él, y que los días nublados la ponían muy triste.

- ¡Esto es peor que un desprecio! -grito Mandió, y se alejó prometiendo venganza.

Pirayú se quedó muy triste y preocupado, porque pensaba que su amigo castigaría a su pueblo. Y por desgracia, al cabo de varios días, sucedió lo tan temido.
Carandaí se desplazaba en su canoa por el río, contemplando la caída del sol, cuando de pronto vio resplandores de fuego sobre su aldea. Llena de angustia remó con todas sus fuerzas hacia la orilla pero, al saltar a tierra, una trampa hecha con gruesas barras de madera cayó sobre ella y la inmovilizó.


- Ahora tendrás que pedirle a tu dios que te libere de mi venganza -dijo Mandió, riendo con expresión cruel.


-¡Oh, Kuarahí, mi querido Sol -susurró Carandaí. -¡No permitas que Mandió acabe conmigo y con mi pueblo! ¡No lo permitas!

Por un momento, el brillo del sol poniente creció y envolvió la tierra. Los animales de la selva chillaron alarmados. Una lengua de fuego bajó del cielo y rodeó a Carandaí como un escudo protector.
Mandió escapó aterrado, arrojándose al río. Cuando todos los fuegos se consumieron, en el lugar donde estaba Carandaí brotó una planta desconocida, de largo tallo, coronada por una flor dorada.
Era el girasol, que al igual que la princesa enamorada, sigue desde entonces el paso del sol por el firmamento, en adoración incondicional.


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La leyenda del olivo de las brujas


Hay un viejo Olivo en Mangliano en la Toscana donde las personas con supersticiones han mantenido a lo largo del tiempo ciertas creencias.

Parece que en los días en los que el Olivo era vigoroso y exuberante, este fue muy generoso y dio cientos y cientos de kilos de olivas, fue un olivo que en toda la Maremma no se podía encontrar uno igual.

Un día un pobre hombre que estaba a los pies del árbol, bajo sus ramas que se doblaban hacia el suelo por el peso de sus maduras olivas le pidió al dueño del árbol una pequeña cantidad de olivas para poder llenar su estomago vacío. El dueño del olivo estaba negociando el inicio de la cosecha que podría ser a la mañana siguiente, él era ambicioso y egoísta así que de manera ruda mando alejarse al pobre hombre.

A la mañana siguiente , los hombres y mujeres que venían a recoger la cosecha con sus grandes cestas comenzaron por el gran árbol, pero al verlo se quedaron sin palabras; el árbol que el día anterior crecía fuerte ahora estaba retorcido como por un remordimiento y entre su follaje no estaban los preciosos frutos, solo algunas vulgares habas.

Una mujer desconcertada corrió a darle la noticia al dueño, pero el dueño incrédulo le contestó de malas maneras.-“Vuelve derecha a tu trabajo, no tengo tiempo de escuchar tonterias”, pero como la mujer insistía el finalmente fue a ver el Olivo. Frente a sus ojos el olivo apareció con sus ramas llenas de habas. El hombre que había sido duramente castigado salio corriendo y desapareció. Se dice que el olivo nunca más volvió a tener olivas, solo habas.

Las brujas tomaron posesión de esta extraña planta y ciertas noches tu puedes oír sus siniestros gritos y el sonido de sus danzas alrededor del retorcido tronco.

Ahora la gente pasa lejos del árbol que en sus tiempos fue el honor de la Maremma y ha llegado a ser “El olivo de las brujas”


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20 octubre 2007

La leyenda de Balder


Cuando nació Balder, Frigg, temerosa de la seguridad de su hijo, hizo que todas las criaturas, el fuego, el agua, el hierro, todos los metales, los pájaros y las serpientes juraran que no dañarían a Balder. Sin embargo, Balder comenzó a soñar cosas oscuras de modo que su madre, Frigg que sabia leer los sueños, vio que su amado hijo iba a morir. Para descifrar los sueños de Balder, Odín, montado en su caballo Sleipnir, descendió cabalgando a Hel. Allí, un perro ensangrentado (Garm), le salió al encuentro, pero Odín logró evitarlo y llegó a una puerta que se halla del lado de poniente. Dijo entonces unas palabras mágicas que provocaron que, en el fondo de un tumulto, despertara Hela; ella se quejó, pero Odín la obligó a descifrar el sueño de su hijo. Sin embargo, Hela lo hizo con palabras oscuras, pues estaba cansada y quería regresar a la muerte, y la advertencia de los sueños resultó de este modo vana. Cada vez el sueño de Balder se veía más y más turbado. Noche tras noche, se echaba en su cama moviéndose inquieto, dominado por unas espantosas visiones de oscuridad. Las pesadillas duraban tanto tiempo y se alargaron durante tantas noches que empezó a hacerle mal. Este dios que solía ser el más alegre de todos ellos acabó por convertirse en un ser obstinado y deprimido que se paseaba por Asgard sin hablar con nadie. Cuando le preguntaban que le pasaba, él les contestaba que eran las pesadillas; los dioses empezaron a preocuparse seriamente, y se reunieron en el Gladsheim para discutir el problema. Hicieron una lista nombrando todos los medios posibles (armas, enfermedades...) que podrían matar a Balder. Cuando estuvo terminada la lista, Frigg la cogió y la llevó a cada uno de los rincones de los nueve mundos, haciendo prometer a cada uno de los que estaban en la lista que no le harían daño a su hijo.

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El dios Loki estaba resentido porque sus hijos Fenrir, Jormundgander y Hela habían sido raptados por los dioses para que no maltratasen a los dioses ni a los humanos. Por lo tanto, Loki decidió matar a Balder. Durante mucho tiempo vagó por todo el universo en busca de algo que no hubiese prometido lastimar a Balder o que rompiese su promesa, y cuando por fin perdió su esperanza, pues no encontraba nada, decidió acudir a la propia Frigg en busca de respuestas. Loki se disfrazo de anciana y se dirigió ante la diosa Frigg, y no cesó de molestarla hasta que ésta le reveló que la única cosa que no le prometió lastimar a su hijo fue el muérdago. Loki salió y se dirigió al bosque, cogió una gran rama de muérdago y afiló la punta.

* * *
Balder, creyéndose invulnerable a todo, por la promesa que su madre había pedido a todos los elementos, ideó un juego: pidió a los dioses que le arrojaran cuantos objetos dañinos quisieran; y nada lograba herirlo. Cada uno de los dioses le arrojo un objeto: primero una china, luego una piedra, una roca, un cuchillo, y así sucesivamente, uno tras otro. Durante el juego, Loki le dio una flecha con muérdago a Hodur, el hermano ciego de Baldur, y le ayudo a disparar el arco. La flecha de muérdago atravesó el pecho de Baldur quien murió en el acto. Y al verse privados de la luz y la verdad, el Ragnarok fue anunciado ante los dioses. Cuando Balder cayó, los dioses quedaron mudos, y no había en ellos fuerzas para levantarlo. Nadie tomó venganza. No podían tomar venganza sobre nadie en ese lugar, porque el lugar era sagrado. Finalmente, los dioses tomaron el cadáver y lo llevaron al mar. En la nave de Balder hicieron la pira funeraria. Su esposa Nanna murió de pena al verle muerto, y fue depositada junto a él en el barco funerario, así como el caballo de Balder. Odín depositó en la pira el anillo mágico Draupnir. La nave no se movió hasta que la empujó una giganta que llegó cabalgando en un lobo con una víbora como brida. Por fin zarpó la nave. Frigg, en un último intento por recuperar a su hijo, prometió sus favores a quien descendiera a Hel para recobrar a su hijo. De este modo, nueve noches después de la ceremonia funeraria, Hermod, montando en Sleipnir, llegó a Hel para ver si Balder podría ser resucitado. Hela le informó que si todas las cosas del mundo lloraban por Balder, ella le dejaría ir. Los hombres, los animales, la tierra, las piedras, los árboles y los metales, todos lloraron por Balder. Sin embargo, en una caverna, Loki, disfrazado de giganta, rehusó llorar por él, así que la muerte de Balder se hizo definitiva.


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17 octubre 2007

La leyenda de Dioniso y los piratas


Dionisio, en su recorrido por Grecia y Asia Menor, llegó de nuevo a Argos y quiso acercarse a la isla de Naxos. Para ello contrató los servicios de unos piratas tirrenos. Los piratas fingieron aceptar el trato pero en lugar de conducirle a Naxos pusieron rumbo a Asia con el fin de venderle allí como esclavo. Dioniso se dio cuenta y con ayuda de su poder transformó los remos de la nave en serpientes, llenó el barco de hiedra y después hizo sonar unas flautas invisibles. Finalmente paralizó la nave entre enramadas de parra.

Los piratas, enloquecidos y asustados, se arrojaron al mar y una vez allí se convirtieron en delfines, cuyas almas seguían siendo de piratas, pero piratas arrepentidos. La leyenda dice que por eso los delfines acompañan y salvan a los náufragos, porque son aquellos piratas que quieren expiar su culpa.

La historia se propagó y así el poder de Dioniso fue reconocido por todo el mundo y el dios pudo ascender a los cielos después de haber terminado su tarea en la Tierra.


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12 octubre 2007

La leyenda de la Mandioca


La bella hija de un jefe indio, adorada por sus padres, inocente como una paloma y un símbolo verdadero de la castidad pura, apareció un día con las señas inequívocas que preceden a la maternidad.
El jefe de la tribu, presa de una gran indignación, en vano pregunta quién era el causante de su desgracia. La joven nada pudo explicar. El padre entonces la amenazó con la pena de muerte, pero ni aún así obtuvo respuesta. Entonces la joven fue hecha prisionera y condenada.

Y ocurrió que la noche precedente a la ejecución, el jefe tuvo un sueño extraño, se le apareció un ser misterioso, blanco como la nieve, de las cordilleras, quien le dijo que debería considerar virgen a su hija, a pesar de su estado. "Ella no tiene la culpa, ¡no es culpable tu hija!", dijo la aparición.

El padre asombrado hizo caso a las palabras de la aparición, y revocó la pena capital. La muchacha dio a luz a una niña y murió. La criatura, llamada "Maní", fue la alegría de todo el pueblo indio.
Era hermosa como una flor del campo, alegre como un pájaro del bosque, y siempre estaba cantando, bailando y riendo, pero ¡ay!, no sobrevivió muchos años a su madre, y pronto se fue para siempre.
Su muerte fue motivo de un duelo inmenso para toda la tribu. La sepultaron al pie de un gran árbol a orillas de la selva virgen. Al poco tiempo aparecieron sobre su tumba las hermosas hojas de una planta extraña, completamente desconocida hasta entonces.
Cuando la planta hubo crecido, los indios descubrieron raíces que tenían una carne blanca de sabor exquisito, y entonces comprendieron que el pueblo indio había sido visitado por un mensajero de los dioses, y que ese ser misterioso estaba ofreciendo ahora su carne a la tribu.
La planta recibió el nombre de "Maní ro'o" (carne de Maní), y tal fue el origen de "Mani'o", o Mandi'o.


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04 octubre 2007

El Rapto de las Sabinas


Cuando Rómulo terminó de fundar la ciudad de Roma, con la finalidad de poblarla rápidamente, invitó a que se instalara toda clase de gente, aduciendo que era la mejor ciudad para vivir en libertad.

A pesar que la mayoría de los habitantes no eran muy recomendables, Rómulo estaba feliz.

Designó a cien hombres “Padres de la Patria” o Patricios para asegurar el orden y la seguridad de esta nueva ciudad. Pero el problema más grave que tenían era la falta de mujeres. Si no las conseguían rápidamente, el futuro de la ciudad estaba destinado al fracaso.

Luego de muchas reuniones donde analizaron todas las posibilidades, los Senadores creyeron que lo mejor sería visitar a los pueblos vecinos para explicarles sus intenciones. Ninguno acepto la oferta de los romanos, porque como ya sabemos los habitantes de Roma dejaban mucho que desear y ningún padre quería entregar a sus hijas a ese tipo de gente.

Los romanos se sintieron agraviados ante la negativa, pero Rómulo los calmó cuando les dio a conocer un nuevo plan.

Cuando llegó la fiesta del dios Consus, Rómulo organizó unas grandiosas carreras de caballos invitando a las poblaciones vecinas. Roma se llenó de visitantes para la fiesta ya que llegaban familias enteras para celebrar el gran acontecimiento.

En aquel entonces, los vecinos más numerosos y poderosos de la región eran los sabinos y eran los que en mayor número se habían presentado para honrar al dios Consus.

Cuando todos los visitantes se hallaban entretenidos participando de las competencias, los hombres de Rómulo raptaron a todas las muchachas que encontraron y las escondieron.

Los vecinos se enfurecieron y solo pensaban en vengarse de los romanos.

Las Sabinas secuestradas estaban muy asustadas ya que no conocían los planes de los romanos. Pronto, Rómulo se presentó ante ellas para calmarlas diciendo:-No deben tener miedo. Nada malo les ocurrirá. Solo deseamos que conozcan a los ciudadanos romanos, se enamoren, se casen y tengan muchos niños para que la ciudad de Roma crezca y sea próspera.

Los ciudadanos romanos se mostraron atentos y cariñosos con las jóvenes y ellas pronto accedieron formar nuevos hogares.

Las poblaciones vecinas no podían perdonar a los romanos por haber quedado sin hijas y para rescatarlas eligieron a Tito Lacio, rey de los sabinos.

Como en esos tiempos, las mujeres estaban consideradas como una clase inferior, Tito Lacio pensó que no valía la pena derramar sangre por unas cuantas mujeres.

Otras poblaciones vecinas buscando vengarse atacaron Roma, pero los romanos supieron defenderse y ganaron todas las batallas. Rómulo se mostró comprensivo con sus atacantes y, en lugar de hacerlos prisioneros, los perdonó así formaron un pueblo unido.

Al ver que el poderío de Roma avanzaba sobre los otros pueblos, Tito Lacio cayó en la cuenta de que si no hacía algo pronto para atacar a Roma, los sabinos terminarían bajo el dominio romano y comenzó a trazar un plan de ataque.

Mientras estudiaba cuidadosamente acerca de la manera de atravesar la muralla de Roma, vio a una joven muchacha que salía de las puertas de la ciudad para llenar su cántaro con agua. Esa joven se llamaba Tarpeya y era hija del alcalde de la ciudad.

A Tarpeya le apasionaban las joyas de oro. Cuando vio al grupo de sabinos con sus relucientes brazaletes quedó deslumbrada y les preguntó:- Dime, ¿Esos brazaletes que llevas en tus muñecas, son de oro?

Tito Lacio respondió:- Son de oro puro y tú puedes tenerlos esta misma noche, si quieres.

-Dime que debo hacer- Respondió Tarpeya .

-Solo debes descorrer los cerrojos de esta puerta a medianoche y todos estos brazaletes serán tuyos.-le confió Tito Lacio.

A la hora señalada, Tarpeya corrió los cerrojos y luego fue ante los sabinos a reclamar su recompensa.

-¿ Tu quieres nuestros brazaletes?! Pues aquí los tienes!-y la golpearon duramente hasta matarla.

Luego la arrojaron desde una roca, que desde entonces se llama Tarpeya.

Nadie esperaba ese sorpresivo ataque, y mucho menos Rómulo que dormía placidamente. Pero el dios Juno, defensor de las puertas de la ciudad, hizo brotar ante los sabinos una fuente de calor y por unos momentos tuvieron que retroceder su ataque.

Los romanos trataron de defenderse ante una nueva embestida sabina. Rómulo, desesperado le prometió al dios de los dioses erigirle un templo en el lugar exacto en que ganasen la batalla y luego volvió a arengar a sus hombres con una nueva esperanza y el combate que parecía perdido volvió a equilibrarse.

Los sabinos estaban al mando de Mecio Curcio, un charlatán que alardeaba constantemente acerca de lo que haría una vez que traspasara las puertas de Roma. Pero su caballo se encabritó y corrió hacia un pantano fuera de control y se ahogo. Mecio Curcio se salvó de la muerte pero no del susto y huyó despavorido del combate.

Cuando la lucha se inclinó a favor de los romanos, las sabinas, tomaron a sus hijos de la mano y se interpusieron entre ambos bandos.

Todos los que combatían eran o hermanos o padres o esposos de ellas, y les pidieron por favor que no pelearan más, ya que no deseaban quedarse ni huérfanas ni viudas.

Esto terminó con todas las guerras. Rómulo y los sabinos firmaron una alianza que los unió para siempre. Tito Lacio gobernó juntamente con Rómulo hasta que falleció, y luego Rómulo fue el rey de romanos y sabinos.



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02 octubre 2007

Leyenda de la Xana Carissia


Cuenta la leyenda que cuando aún los romanos no habían completado su conquista de la península. Tito Carisio era uno de los encargados de someter a celtíberos y astures en los años en que se desarrolla la historia. Las tropas romanas, en su difícil avance (parece ser que los astures fueron rivales costosos de vencer), habían llegado a las orillas del río Narcea. Era una campaña dura, en una región que no conocían todo lo que hubieran querido, con tupidos bosques de hayas, cumbres escarpadas, torrentes... un clima al que no estaban acostumbrados y por si fuera poco, animales salvajes -osos, lobos...- que había que vigilar. Acamparon cerca de estos bosques, desde donde intentarían dirigirse al este, hacia el río Nalón, en cuyas cercanías se habían reunido los astures. La campaña empezaba a convertirse en una pequeña tortura, con la lluvia incesante y los pocos resultados.
Así las cosas y con el campamento montado, Carisio empezó a deambular por los alrededores del bosque, meditando sobre el próximo enfrentamiento... en uno de estos paseos, le pareció vislumbrar una imagen femenina entre los árboles, y al seguirla, descubrió a una bella muchacha acicalando su larga melena con un peine de oro. Vestía una túnica blanca de lino, y sus ojos eran del mismo verde intenso que el bosque que la rodeaba. Un arroyo dejaba oír la música del agua, mientras la dama canturreaba suavemente... Carisio no pudo por menos que acercarse a ella, pero al verle, la joven se internó en el bosque.
El general romano la persiguió, ya casi sin sentido, sin importarle herirse a veces con ramas, sin importarle el camino o estar alejándose cada vez más de sus hombres. Tal vez ni siquiera tuvo tiempo para preguntarse cómo era posible que esa mujer corriera tan rápido y sin hacer apenas ruido... como si no fuera totalmente material. Solo seguía el fulgor luminoso de su túnica entre unos árboles, o la estrella dorada que era su cabello al viento cuando se dejaba ver... Él la llamaba y solo obtenía el rumor de sus risas a modo de respuesta... y esto le hacía perseguirla con más fervor aún.
Finalmente llegaron a un claro del bosque en el que había un lago. Carisio vio a la muchacha en la orilla, chapoteando y bailando en las aguas, riendo y cantando (o era solo la misma risa cantarina?).
Esta vez a punto estuvo de alcanzarla y abrazarla, pero ella se adentró un poco más en el lago, escapando de él. Carisio siguió tras ella, sin darse cuenta de que el agua le cubría cada vez más. La mujer seguía chapoteando, el romano avanzaba... y no tardó en perder pie, y en hundirse en las profundidades del lago, aún extendiendo sus brazos hacia la imagen que le había llevado a la muerte. Y el agua inundó sus pulmones del mismo modo que la risa de la Xana inundaba el paisaje...


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01 octubre 2007

La leyenda de la Princesa Donají


La casa del Rey Cosijoeza está de fiesta. Un bagidito de plata llena los ámbitos de cálida alegría y enciende todos los cariños; ya han puesto en sus manos hoyueladas, el malacate simbólico de la femineidad y, cual una princesa de cuento, la niña recién nacida espera a las hadas de los bellos dones.

Tiboot, el sacerdote de Mitla, descifra en el cielo el signo de aquella niña, hija de la amorosa Pelaxilla y del rey zapoteca, noble y fuerte. Tiboot titubea y dice al fin: "Múltiples virtudes adornan a nuestra princesa, pero el signo de la fatalidad estaba en el cielo cuando ella nació. Este hecho, precursor de funestos sucesos, nos dice que ella misma se sacrificará por amor a la patria".
El capullo de carne y rosas se llamó Donají, nombre sonoro y dulce que quiere decir: "Alma Grande". El estruendo de la guerra despertó una noche a la núbil princesa, hecha ya de gracia y belleza. Mixtecos y Zapotecos disputan, pueblos igualmente fuertes, sabios y poderosos. Los guerreros Zapotecas, traen un prisionero moribundo; la sangre baña su cabeza y una palidez mortal cubre su faz virilmente hermosa.
Sus ropas y sus armas dicen que pertenece a elevada alcurnia. Está sin conocimiento, los guerreros lo dejan y retornan al tumulto de la lucha.
Donají, compasiva, lava sus heridas y lo esconde al furor de sus enemigos. Juventudes brillantes, audaces, nobles vástagos en plena edad del mejor ensueño, sintieron que el amor había brotado entre ellos, uniéndolos para siempre.
Cuando el príncipe Nucano, "Fuego Grande". Que tal era el nombre del prisionero, se hubo restablecido, pidió a Donají que le dejara partir. Los Mixtecas contaban una vez más con el valiente y arrojado príncipe, que los guiaba en las victorias, gracias al amor de Donají.
La lucha se había entablado encarnizadamente. El valiente Cosijoeza había tenido que abandonar Zaachila, capital de su reino. Entabladas las negociaciones de paz, los Mixtecas las aceptaron, pero, desconfiando del astuto rey zapoteca que había tenido tantos ardides en la lucha, pidieron en prenda de paz a la dulce princesa Donají, que embellecía los días de su padre. Si por alguna circunstancia el rey zapoteca no respetaba los tratados, la princesa sería muerta por los guardianes Mixtecas. Corrían una y otra las noches de luna resplandecientes. Donají se sentía humillada de ser prenda de paz, cuando la palabra de su augusto padre bastaba por sí sola, como que era la palabra de un rey.
Una noche en que había muerto la luna resplandeciente y los mixtecas dormían confiados, Donají atenta a los rumores de la noche pensaba: ¡ Oh, si yo pudiera...!
La ocasión se presentaba propicia y con una de las damas envió a su padre recado de que los Mixtecas dormían en la placidez de sus dominios de Monte Albán. Pasaron momentos largos y pesados. De pronto, un leve murmullo avisó a la Princesa que los suyos subían por la montaña. De improviso cayeron en el campamento y los Mixtecas murieron a millares, antes de haber organizado la defensa. Un dardo penetró en la alcoba de la princesa; era señal convenida de que los suyos iban a rescatarla. Se disponía a huir, cuando los guardianes Mixtecas la apresaron, para vengar en su persona la afrenta de los Zapotecas. Bajaron la montaña. Un nombre musitaba sus labios puros y rojos que parecían morir de desesperanza. Nucano, el de los blancos amores, era sólo un recuerdo que parecía perderse en las brumas de aquel amanecer. Los negros ojos de Donají, se entrecerraron para enviar sus últimos pensamientos a Zaachila, a la patria bella, grande y victoriosa.

Los sones bélicos de los Zapotecas llegaban hasta los oídos de los fugitivos; el agua del río se veía oscura por la sangre de los guerreros de Cosijoeza. La sed de venganza brotó incontenible entre los Mixtecas; ahí tenían a Donají, la bella, la del Alma Grande... Y junto a las aguas rumorosas, se consumó la venganza. Y allí mismo, el tibio y decapitado cadáver encontró sepultura, y la verde pradera entretejió su mortaja, mientras el Río Atoyac recitaba la muerte dolorosa de la princesa zapoteca...
Pasó mucho tiempo. Se cuenta que un día de invierno, un pastorzuelo descubrió un lirio fragante al pasar por las márgenes del Río Atoyac. Lo insólito de una flor en esa época lo llenó de asombro. Más aún, cuando a los quince días volvió a encontrar en el mismo lugar, el mismo lirio terso y lozano, como si un misterioso poder lo conservara...


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28 septiembre 2007

La Leyenda de Nicté-Ha


Cuenta la leyenda que en las tierras del Mayab, vivía en Nan Chan, un guapo príncipe hijo del rey; el nombre de aquel príncipe era Chacdziedzib que significa Pájaro Carpintero. El estaba destinado para casarse con una princesa, de tierras lejanas a la que un día conocería. Así tenía que ser ya que un día el sería rey.
Pero el corazón del joven príncipe, ya había elegido a su dueña; resulta que se enamoró perdidamente de una plebeya, de la hermosa Nicté-Ha, que era hija del guardián del Cenote Sagrado.


Los padres de los jóvenes ignoraban el amor que ellos dos se profesaban, igual ignoraban que se reunían en secreto todas las noches, junto al espejo de agua para declararse su amor.

Chacdziedzib portaba siempre una túnica roja, además escribía hermosos poemas y canciones para su amada, los cuales le leía cuando estaban juntos, y se sentían inmensamente felices.


Pero sucedió que el Gran Sacerdote los descubrió, con gran envidia a la vez que con preocupación veía como florecía ese amor. ¡Jamás una plebeya se convertirá en reina de Nan Chan! Se dijo; y así fue como comenzó a planear un trágico final para esa historia de amor.
Nicté-Ha debía de desaparecer para siempre, pero ¿cómo hacerlo? Se preguntaba el Sacerdote, para que nadie se diera cuenta que el era el autor, el culpable de la desaparición de Nicté-Ha. Sólo la nana del príncipe que lo había cuidado desde niño, lo conocía demasiado, además lo amaba y estaba dispuesta a hacer todo lo posible para que el joven príncipe fuese feliz; se dio cuenta del malévolo plan y advirtió a su señor, entonces Chacdziedzib, envió a la nana en busca de la joven para que la trajera a palacio, donde el pensaba que podía hacerla su esposa en secreto.
Dándose cuenta el Gran Sacerdote, siguió a la nana y la asesinó para impedir que diera aviso a Nicté-Ha. El príncipe al ver que la vieja no volvía, se puso su capa roja y salió, mientras apresuraba sus pasos, su corazón le gritaba que su amada estaba en peligro.
Mientras tanto Nicté-Ha que no sabía nada acerca del plan, esperaba como todas las noches a su amado sentada junto al cenote, contemplándose en el inquieto espejo, que le devolvía la imagen de su gran hermosura.

Cuando Chacdziedzib llegó y la vio tranquila, respiró aliviado y la estrechó entre sus brazos; sólo que este no fue el final de la historia.
Porqué el malvado ya aguardaba en la oscuridad, a la sombra de un espantoso chechem, preparó su arco y busco entre sus flechas envenenadas y sin esperar más, dirigió la más envenenada al corazón de la joven doncella, atravesándolo de un solo golpe. Nicté-Ha con la fuerza del flechazo, resbaló y cayó dentro del Cenote Sagrado, hundiéndose rápidamente, desapareciendo así de la vista de su amado, al poco rato solo flotaba en el agua su blanco huipil.
El príncipe sin poder contener su dolor, lloraba amargamente y lanzaba gritos lastimeros.
-¡Oh, Dioses! ¡Por qué permitieron este cruel final para nuestro amor! ¡Tengan piedad de mí! ¡Tengan compasión de este enamorado! No quiero perderla ¡escúchenme! ¡Quiero estar con mi amada, quiero estar con ella para siempre! Rogaba el joven príncipe entre sollozos desgarradores y elevando sus negros ojos al cielo.

Y así fue; el blanco huipil se fue convirtiendo en una hermosa y aromática flor y Wayon, el dios de los pájaros, convirtió al príncipe en un pájaro rojo; el pájaro cardenal.
Así es como desde entonces todas las mañanas, se puede ver al pájaro cardenal bajar a los cenotes y posarse cerca de los lirios.
Dicen que bajo ese aspecto el sigue cantando y recitando poemas de amor a la flor, a la bella flor que flota en el agua, a la hermosa Nicté-Ha la flor acuática.


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La leyenda del Samohú (Palo borracho)


En una antigua tribu que vivía en la selva, había una jovencita muy linda, a la cual codiciaban todos los hombres, pero ella sólo amaba a un gran guerrero. Y se enamoraron profundamente... hasta que cierto día la tribu entró en guerra. El partió a la contienda y ella quedó sola prometiéndole amor eterno... Pasó mucho tiempo y los guerreros no volvían... mucho tiempo después, se supo que ya no lo harían.

Perdido su amor... la joven cerró todo sentimiento pues la herida abierta en su corazón ya no podría sanar... Se negó a todo pretendiente... Una tarde se internó en la selva, entristecida, para dejarse morir...

Y así la encontraron unos cazadores que andaban por allí... muerta en medio de unos yuyales. Al querer alzarla para llevar el cuerpo al pueblo, notaron, asombrados que de sus brazos comenzaron a crecer ramas y que su cabeza se doblaba hacia el tronco. De sus dedos florecieron flores blancas. Los indios salieron aterrados hacia la aldea.

Unos días después, se internaron los cazadores y un grupo más al interior de la selva y encontraron a la joven, que nada tenía de muchacha, sino que era un robusto árbol cuyas flores blancas se habían tornado rosas. Comentan que esas flores blancas lo eran por las lágrimas de la india derramadas por la partida de su amado y que se tornaban rosas por la sangre derramada por el valiente guerrero.

(leyenda de tribus de la zona del río Pilcomayo)


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26 septiembre 2007

Ketré Witrú Lafquén (La Laguna del Caldén Solitario)


Los componentes de la tribu del cacique Tranahué, montados en sus caballos, cruzaban la extensión arenosa. Corrían en tropel manejando a las bestias con habilidad consumada, montados en pelo y formando, jinete y cabalgadura un todo indivisible. Volvían luego de haber realizado un malón a las estancias próximas y transportaban el botín, conquistado entre gritos destemplados y carreras locas. Como de costumbre, los hombres, montados en sus caballos, habían atacado a los pobladores con sus lanzas y boleadoras, mientras las mujeres y los muchachos indios, que siempre marchaban detrás, en el momento del asalto, habían entrado a las habitaciones, apoderándose de todo cuanto encontraron a mano. Confiados y contentos cruzaban el arenal, cuando tuvieron una sorpresa por demás desagradable. Conocedores del lugar y de las costumbres, y poseedores de una gran agudeza visual, no pasó inadvertida para ellos una nube de polvo que se levantaba en la lejanía y que se dirigía a su encuentro. Era un tropel de jinetes que se acercaban. Debían ser, sin duda, de la tribu de Cho-Chá, el temido cacique que venía a atacarlos. Tranahué dio las órdenes necesarias para ponerse en guardia. Sus acompañantes se dispusieron a la defensa. Los indígenas de pronto estuvieron sobre ellos con la fuerza de sus lanzas de caña tacuara y la ferocidad de sus instintos. Su propósito era apoderarse del botín logrado en el malón por sus tradicionales enemigos. Se trabaron en lucha feroz. Los atacantes, más fuertes y numerosos, consiguieron vencer, huyendo con los animales robados a la tribu enemiga. En el campo había quedado el cacique Tranahué malherido y desangrándose. Con él, devorados por la fiebre, muchos heridos a los que era necesario socorrer. El sitio en que se hallaban, inhóspito y solitario, los obligaba a salir cuanto antes de él. Anduvieron en busca de un lugar propicio, reparado; pero ni un árbol, ni un asilo donde cobijarse. Tranahué se quejaba y sus labios resecos se abrían para pedir: - ¡Agua...! ¡Agua...! Pero el agua no existía en los alrededores. Ni un riacho, ni una vertiente, nada que les proporcionara el líquido anhelado. Siguieron andando. El paisaje era desolador como antes.

Continuaban
sin encontrar agua, ni reparo, ni sombra. Peuñén, la esposa del cacique, que marchaba a su lado enjugando su frente y restañando sus heridas, viendo desfallecer a su esposo, propuso a los guerreros detenerse e invocar al Gran Espíritu para que los guiará a un lugar propicio. Los heridos, mientras tanto, vencidos por la fiebre y la sed, pedían agua sin cesar. Conforme a los deseos de Peuñén que todos juzgaron acertados, se llamó a la machi para que preparara las rogativas. El sacerdote indígena, el Ngen-pin, presidió la ceremonia. Todos quedaron bajo sus órdenes. Los que estaban en condiciones de hacerla, danzaron alrededor del fuego sagrado, mientras los heridos, en pedido angustioso, no cesaban de clamar: - ¡Agua! ¡Agua!

La luna y las estrellas, desde lo alto,
eran mudos testigos de tanta desesperanza y de tanta angustia. La ceremonia tuvo fin cuando el sol, apareciendo por oriente, envió sus rayos a las arenas calcinadas. Extendieron su vista en derredor y allá, en la lejanía, como en una bruma gris, creyeron vislumbrar una esperanza. Volvieron a mirar usando sus manos a modo de pantallas para defenderse del fuerte resplandor del sol que les impedía ver con claridad, y ya no hubo duda para ellos. Un grito de júbilo acompañó el descubrimiento: a lo lejos, como una señal de que sus súplicas habían sido oídas. distinguieron una cadena de médanos. La machi confirmó la suposición: -¡Médanos... a lo lejos! Eso indica que en el lugar hay agua dulce donde saciar la sed. ¡Marchemos hacia allá! Obedecieron impulsados por la desesperación y alentados por la esperanza y hacia allí dirigieron la marcha con la rapidez que el estado de los heridos requería. Tranahué había caído en un sopor del que sólo salía para pedir suplicante: - ¡Agua! ¡Agua! Llegaron hasta los médanos pero, contra toda suposición, allí no había agua. Sólo crecía un enorme caldén, un ketré witrú que les dio esperanzas, pues todos conocían la virtud de este árbol cuyo tronco hueco retiene el agua de las lluvias, y desde el primer momento los cobijó bajo sus ramas defendiéndolos del fuerte sol de la pampa. Allí y con cuidado acostaron al cacique y a los heridos que, bajo el follaje acogedor, descansaron tranquilos, atendidos por las mujeres que no dejaron de prodigarles los cuidados que les fue posible. Esta vez las esperanzas no fueron vanas. Uno de los guerreros de Tranahué, con su lanza de tacuara abrió un tajo en el troncó del caldén, del que comenzó a brotar agua pura y fresca. Gritos de alegría saludaron al líquido tan deseado y después de dar de beber al cacique y a los heridos , todos se abalanzaron a beber... a beber con avidez.
El agua seguía manando de la herida abierta en el
tronco del árbol solitario y quedaba depositada al pie, acumulándose en una depresión del terreno.
Volvieron a reunirse en ceremonia los vasallos de Tranahué; pero esta vez fue el agradecimiento al Gran Espíritu, que había escuchado sus ruegos, el motivo de la celebración. Por fin el cansancio los venció, se echaron bajo las ramas del gran árbol solitario, y mecidos por el ruido del agua que continuaba cayendo, quedaron profundamente dormidos. A la mañana siguiente, él sol llegó a despertarlos. Uzi fue el primero en ponerse de pie y el primero en lanzar una exclamación de sorpresa. Un espejo de plata, entre los médanos, donde se reflejaba todo el oro del sol, hirió su vista El agua que guardara el caldén durante tanto tiempo había continuado cayendo toda la noche cubriendo una gran extensión de terreno y formando una laguna de agua clara y potable, que aparecía ante todos como una bendición. Uzi, impresionado aun ante la maravillosa visión , exclamó:
-¡Ketré Witrú Lafquén! (¡La Laguna del Caldén
Solitario!)
Así la llamaron desde entonces. El caldén seguía erguido,
ofreciendo el asilo de sus ramas generosas. La herida del tronco se había cerrado ya, una vez cumplida con creces la misión que le encomendara el Gran Espíritu.

Merced al líquido providencial y a los
cuidados prodigados, Tranahué curó de sus heridas y recobró la salud perdida. Reinó sobre sus súbditos como lo hiciera hasta entonces. Vueltos a la normalidad, el cacique decidió retornar con la tribu a sus dominios abandonados durante tanto tiempo, pero los principales jefes, interpretando el sentir de los vasallos de Tranahué, agradecidos al kétré witrú, pidieron al cacique que se levantaran allí los toldos, en el lugar donde habían salvado sus vidas juntos a la Ketré Witrú lafquén que les prometía campos fértiles y abundante alimento. Convencido Tranahué de la razón invocada por su pueblo y agradecido él mismo al solitario caldén, accedió al pedido que se le hacía y allí, al amparo de los médanos, junto a la Ketré Witrú Lafquén, levantaron su toldería que ocuparon desde entonces.
Esa fue, según los araucanos de La Pampa, el origen de la Laguna del Caldén Solitario.

(leyenda Araucana)


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25 septiembre 2007

El Chom


Cuenta la leyenda que en Uxmal, una de las ciudades más importantes de El Mayab, vivió un rey al que le gustaban mucho las fiestas. Un día, se le ocurrió organizar un gran festejo en su palacio para honrar al Señor de la Vida, llamado Hunab ku, y agradecerle por todos los dones que había dado a su pueblo.

El rey de Uxmal ordenó con mucha anticipación los preparativos para la fiesta. Además invitó a príncipes, sacerdotes y guerreros de los reinos vecinos, seguro de que su festejo sería mejor que cualquier otro y que todos lo envidiarían después. Así, estuvo pendiente de que su palacio se adornara con las más raras flores, además de que se prepararan deliciosos platillos con carnes de venado y pavo del monte. Y no podía faltar el balché, un licor embriagante que le encantaría a los invitados.

Por fin llegó el día de la fiesta. El rey de Uxmal se vistió con su traje de mayor lujo y se cubrió con finas joyas; luego, se asomó a la terraza de su palacio y desde allí contempló con satisfacción su ciudad, que se veía más bella que nunca. Entonces se le ocurrió que ese era un buen lugar para que la comida fuera servida, pues desde allí todos los invitados podrían contemplar su reino. El rey de Uxmal ordenó a sus sirvientes que llevaran mesas hasta la terraza y las adornaran con flores y palmas. Mientras tanto, fue a recibir a sus invitados, que usaban sus mejores trajes para la ocasión.

Los sirvientes tuvieron listas las mesas rápidamente, pues sabían que el rey estaba ansioso por ofrecer la comida a los presentes. Cuando todo quedó acomodado de la manera más bonita, dejaron sola la comida y entraron al palacio para llamar a los invitados.

Ese fue un gran error, porque no se dieron cuenta de que sobre la terraza del palacio volaban unos zopilotes, o chom, como se les llama en lengua maya. En ese entonces, estos pájaros tenían plumaje de colores y elegantes rizos en la cabeza. Además, eran muy tragones y al ver tanta comida se les antojó. Por eso estuvieron un rato dando vueltas alrededor de la terraza y al ver que la comida se quedó sola, los chom volaron hasta la terraza y en unos minutos se la comieron toda.

Justo en ese momento, el rey de Uxmal salió a la terraza junto con sus invitados. El monarca se puso pálido al ver a los pájaros saborearse el banquete.

Enojadísimo, el rey gritó a sus flecheros:

—¡Maten a esos pájaros de inmediato!

Al oír las palabras del rey, los chom escaparon a toda prisa; volaron tan alto que ni una sola flecha los alcanzó.

—¡Esto no se puede quedar así! —gritó el rey de Uxmal— Los chom deben ser castigados.

—No se preocupe, majestad; pronto hallaremos la forma de cobrar esta ofensa —contestó muy serio uno de los sacerdotes, mientras recogía algunas plumas de zopilote que habían caído al suelo.

Los hombres más sabios se encerraron en el templo; luego de discutir un rato, a uno de ellos se le ocurrió cómo castigarlos. Entonces, tomó las plumas de chom y las puso en un bracero para quemarlas; poco a poco, las plumas perdieron su color hasta volverse negras y opacas.

Después, uno de los sacerdotes las molió hasta convertirlas en un polvo negro muy fino, que echó en una vasija con agua. Pronto, el agua se volvió un caldo negro y espeso. Una vez que estuvo listo, los sacerdotes salieron del templo. Uno de ellos buscó a los sirvientes y les dijo:

—Lleven comida a la terraza del palacio, la necesitamos para atraer a los zopilotes.

La orden fue obedecida de inmediato y pronto hubo una mesa llena de platillos y muchos chom que volaban alrededor de ella. Como el día de la fiesta todo les había salido muy bien, no lo pensaron dos veces y bajaron a la terraza para disfrutar de otro banquete.

Pero no contaban con que esta vez los hombres se escondieron en la terraza; apenas habían puesto las patas sobre la mesa, cuando dos sacerdotes salieron de repente y lanzaron el caldo negro sobre los chom, mientras repetían unas palabras extrañas. Uno de ellos alzó la voz y dijo:

—No lograrán huir del castigo que merecen por ofender al rey de Uxmal. Robaron la comida de la fiesta de Hunab ku, el Señor que nos da la vida, y por eso jamás probarán de nuevo alimentos tan exquisitos. A partir de hoy estarán condenados a comer basura y animales muertos, sólo de eso se alimentarán.

Al oír esas palabras y sentir sus plumas mojadas, los chom quisieron escapar volando muy alto, con la esperanza de que el sol les secara las plumas y acabara con la maldición, pero se le acercaron tanto, que sus rayos les quemaron las plumas de la cabeza. Cuando los chom sintieron la cabeza caliente, bajaron de uno en uno a la tierra; pero al verse, su sorpresa fue muy grande. Sus plumas ya no eran de colores, sino negras y resecas, porque así las había vuelto el caldo que les aventaron los sacerdotes. Además, su cabeza quedó pelona. Desde entonces, los chom vuelan lo más alto que pueden, para que los demás no los vean y se burlen al verlos tan cambiados. Sólo bajan cuando tienen hambre, a buscar su alimento entre la basura, tal como dijeron los sacerdotes.


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17 septiembre 2007

Nüwa



Nüwa (女媧) era una diosa mitad humana, mitad serpiente que podía cambiar de forma a voluntad. Un día tuvo la sensación de que el mundo que habitaba, aunque lleno de cosas bellas y maravillosas, era un lugar solitario. Deseaba tanto poder compartir aquel hermoso mundo con alguien que un día, meditando sobre el tema, mientras se encontraba sentada a la orilla de un río, introdujo su mano en el agua y del lecho sacó un puñado de barro, al que le dio la forma de una pequeña criatura. Apenas Nüwa colocó la figura sobre el suelo, ésta cobró vida y comenzó alegremente a danzar alrededor de la diosa.
Tan contenta se encontraba Nüwa con su creación que decidió poblar la Tierra con aquel hermoso ser. Trabajo todo el día creando aquellos nuevos seres, cerciorándose de dividirlos en hombres y mujeres para que pudieran engendrar futuras generaciones sin su intervención, pero aún así comprendió que poblar la Tierra sería un trabajo que terminaría por dejarla exhausta antes de cumplir con su propósito. De esta manera, tomo una rama, la introdujo en el barro y después lo sacudió con fuerza en el aire. Las gotas que resbalaban de la rama se iban transformando en los pequeños seres a medida que tocaban el suelo. Algunos creen que aquellos nacidos de las manos de Nüwa son los ricos y afortunados, mientras que los nacidos de las gotas de barro conforman el pueblo común. Y así Nüwa pobló la Tierra.

(leyenda China)


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13 septiembre 2007

El Viejo

El Viejo o el Jefe hizo la tierra de una mujer, y dijo que ella sería la madre de todos. De esta forma, la tierra fue una vez un ser humano y todavía está viva; pero se ha transformado y no la podemos ver de la forma en que vemos a una persona. Sin embargo, tiene piernas, brazos, corazón, carne, huesos y sangre. El suelo es su carne; los árboles y la vegetación son sus cabellos; las rocas, sus huesos; y el viento, su aliento. Yace tendida y nosotros vivimos sobre ella. Tirita y se contrae cuando hace frío, se expande y transpira cuando hace calor. Cuando se mueve, tiembla. El Viejo, luego que la transformó, tomó un poco de su carne he hizo esferas con ella, como hace la gente con barro y arcilla. Las convirtió en seres del mundo antiguo, que eran personas y al mismo tiempo animales.

Después, el Viejo hizo cada bola de barro un poco diferente a las demás, y las hizo girar una y otra vez. Les dio forma y vida. Las últimas que hizo eran casi iguales, y distintas a todas las anteriores. Tenían la forma de los indígenas y él los llamó hombres. Sopló sobre ellos y así obtuvieron vida. La gente y los animales fueron hechos macho y hembra, de modo que pudieran procrear. Así, todo lo viviente nació de la tierra, y cuando miramos a nuestro
alrededor, vemos por todos lados partes de nuestra madre.


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11 septiembre 2007

Huang Di, El Emperador Amarillo


Después de quince años, el reinado de Haung Di, el “Emperador Amarillo”, empezó a pasar por serios apuros. Aunque sus súbditos estaban encantados con tan benevolente emperador, Huang Di empezaba a descuidar sus obligaciones imperiales y pasaba la mayor parte del tiempo dedicado al placer, hasta que su piel se volvió macilenta y sus sentidos empezaron a embotarse. Pasaron otros quince años, y con ellos llegó una época de desorden social, pero el emperador no hizo nada por remediarlo.

Finalmente, comprendido que era inútil su lucha contra la apatía que se había apoderado de él, dejó en manos de sus ministros todas las decisiones y se recluyó en una cabaña que había en el patio principal, para disciplinar su mente y cuerpo con el ayuno. Un día soñó con el reino de Hua-hsu, una tierra “a la que no pueden llegar los barcos, ni el carro, ni el pie humano”. Era aquel un lugar ideal, poblado por gentes que no conocían el deseo ni la ambición, y que cabalgaban por el aire “como si anduvieran sobre la tierra, y dormían en él como en sus mismas camas”.

Cuando despertó, Huang Di anunció a sus ministros que “es imposible la búsqueda de la Senda Tao a través de los sentidos. Lo sé, lo he descubierto, pero no os lo puedo explicar”. Huang Di experimentó una radical transfrmación y desde ese momento su reino gozó de orden y estabilidad semejantes a los que había visto en la región de Hua-hsu. Al morir se convirtió en un hsien, o inmortal, y sus súbditos lloraron su muerte durante doscientos años.


(leyenda China)


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10 septiembre 2007

Orfeo y Eurídice


Cuentan las leyendas que, en la época en que dioses y seres fabulosos poblaban la tierra, vivía en Grecia un joven llamado Orfeo, que solía entonar hermosísimos cantos acompañado por su lira. Su música era tan hermosa que, cuando sonaba, las fieras del bosque se acercaban a lamerle los pies y hasta las turbulentas aguas de los ríos se desviaban de su cauce para poder escuchar aquellos sones maravillosos.

Un día en que Orfeo se encontraba en el corazón del bosque tañendo su lira, descubrió entre las ramas de un lejano arbusto a una joven ninfa que, medio oculta, escuchaba embelesada. Orfeo dejó a un lado su lira y se acercó a contemplar a aquel ser cuya hermosura y discreción no eran igualadas por ningún otro.

- Hermosa ninfa de los bosques –dijo Orfeo-, si mi música es de tu agrado, abandona tu escondite y acércate a escuchar lo que mi humilde lira tiene que decirte.

La joven ninfa, llamada Eurídice, dudó unos segundos, pero finalmente se acercó a Orfeo y se sentó junto a él. Entonces Orfeo compuso para ella la más bella canción de amor que se había oído nunca en aquellos bosques. Y pocos días después se celebraban en aquel mismo lugar las bodas entre Orfeo y Eurídice.

La felicidad y el amor llenaron los días de la joven pareja. Pero los hados, que todo lo truecan, vinieron a cruzarse en su camino. Y una mañana en que Eurídice paseaba por un verde prado, una serpiente vino a morder el delicado talón de la ninfa depositando en él la semilla de la muerte. Así fue como Eurídice murió apenas unos meses después de haber celebrado sus bodas.

Al enterarse de la muerte de su amada, Orfeo cayó presa de la desesperación. Lleno de dolor decidió descender a las profundidades infernales para suplicar que permitieran a Eurídice volver a la vida.

Aunque el camino a los infiernos era largo y estaba lleno de dificultades, Orfeo consiguió llegar hasta el borde de la laguna Estigia, cuyas aguas separan el reino de la luz del reino de las tinieblas. Allí entonó un canto tan triste y tan melodioso que conmovió al mismísimo Carón, el barquero encargado de transportar las almas de los difuntos hasta la otra orilla de la laguna.

Orfeo atravesó en la barca de Carón las aguas que ningún ser vivo puede cruzar. Y una vez en el reino de las tinieblas, se presentó ante Plutón, dios de las profundidades infernales y, acompañado de su lira, pronunció estas palabras:

- ¡Oh, señor de las tinieblas! Héme aquí, en vuestros dominios, para suplicaros que resucitéis a mi esposa Eurídice y me permitáis llevarla conmigo. Yo os prometo que cuando nuestra vida termine, volveremos para siempre a este lugar.

La música y las palabras de Orfeo eran tan conmovedoras que consiguieron paralizar las penas de los castigados a sufrir eternamente. Y lograron también ablandar el corazón de Plutón, quien, por un instante, sintió que sus ojos se le humedecían.

- Joven Orfeo –dijo Plutón-, hasta aquí habían llegado noticias de la excelencia de tu música; pero nunca hasta tu llegada se habían escuchado en este lugar sones tan turbadores como los que se desprenden de tu lira. Por eso, te concedo el don que solicitas, aunque con una condición.

- ¡Oh, poderoso Plutón! –exclamó Orfeo-. Haré cualquier cosa que me pidáis con tal de recuperar a mi amadísima esposa.

- Pues bien –continuó Plutón-, tu adorada Eurídice seguirá tus pasos hasta que hayáis abandonado el reino de las tinieblas. Sólo entonces podrás mirarla. Si intentas verla antes de atravesar la laguna Estigia, la perderás para siempre.

- Así se hará –aseguró el músico.

Y Orfeo inició el camino de vuelta hacia el mundo de la luz. Durante largo tiempo Orfeo caminó por sombríos senderos y oscuros caminos habitados por la penumbra. En sus oídos retumbaba el silencio. Ni el más leve ruido delataba la proximidad de su amada. Y en su cabeza resonaban las palabras de Plutón: “Si intentas verla antes de atravesar la laguna de Estigia, la perderás para siempre”.

Por fin, Orfeo divisó la laguna. Allí estaba Carón con su barca y, al otro lado, la vida y la felicidad en compañía de Eurídice. ¿O acaso Eurídice no estaba allí y sólo se trataba de un sueño?. Orfeo dudó por un momento y, lleno de impaciencia, giró la cabeza para comprobar si Eurídice le seguía. Y en ese mismo momento vio como su amada se convertía en una columna de humo que él trató inútilmente de apresar entre sus brazos mientras gritaba preso de la desesperación:

- Eurídice, Eurídice...

Orfeo lloró y suplicó perdón a los dioses por su falta de confianza, pero sólo el silencio respondió a sus súplicas. Y, según cuentan las leyendas, Orfeo, triste y lleno de dolor, se retiró a un monte donde pasó el resto de su vida sin más compañía que su lira y las fieras que se acercaban a escuchar los melancólicos cantos compuestos en recuerdo de su amada.


Leyenda Greco-Romana



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08 septiembre 2007

Leyenda del origen de Japón


Hace miles y miles de años no se distinguían la tierra y el cielo. Todo era un caos. Sólo los dioses podían vivir, de éstos, todavía hoy se recuerdan los nombres de Izanagui y su esposa Izanami. Conocieron el amor observando a una pareja de pájaros, y en esta actitud contemplativa están representados en la mayoría de las famosas lacas japonesas.

Un día decidieron separar la tierra del cielo, bajaron por el puente celeste y poco después hacían la separación. Más tarde, Izanagui tomó su lanza y la sumergió violentamente en el mar, brotaron innumerables gotas que se extendieron por toda la costa, y al instante surgieron de ellas las trescientas ochenta y siete islas que forman Japón.

La divina pareja tuvo varios hijos. Cuando Izanami dió a luz al dios del Fuego, murió. Su esposo, inconsolable, entró en el reino de los muertos para buscarla; por fin la encontro, y la abrazó tan fuertemente, que la deshizo. Izanami se transformó en un montón de carne putrefacta y se desparramó por el suelo. Izanagui se lavó en un lago, para purficarse, y poco después se retiró para siempre a una isla solitaria.


Y sucedio que cierto día quiso el Sol crear un pueblo que fuera superior a todos los demás, para que habitara aquellas hermosas islas, y tomando un haz de sus propios rayos, formó una encantadora mujer, a la que llamó Amaterasu, que quiere decir diosa de la luz.
Cuando la hubo creado, le dio el poder de ser diosa y madre del nuevo pueblo.
Para que no se encontrara sola, bajó con ella del cielo un brillante cortejo de dioses, de los que únicamente se recuerdan los nombres de Ame-No-Uzume, diosa de la Alegría, y Ame-No-Moto, o Susanoo, dios de la Fuerza.

Fué pasando el tiempo; en aquellas islas todo era alegría y bienestar, y un gran pueblo las iba llenando poco a poco. Servían con gran fidelidad a la divina Amaterasu, y cuando llegaba la mañana de cada día adoraban con humildad al Sol naciente.
Pero aquella felicidad incomparable iba a ser turbada por el carácter violento y rebelde de Ono-Mikoto, uno de los príncipes de la corte de Amaterasu, y también de origen divino. Para enojar a la diosa, decidió matar cierto cervatillo por el que Amaterasu sentía gran cariño. Cuando lo hubo hecho, entró en el salón donde estaba la Reina y lo arrojó contra el bastidor en el que la diosa bordaba; con tan fuerza, que rompió su labor y fué a caer sobre sus pies. Amaterasu se quedó asombrada; un profundo dolor embargó su ánimo y por vez primera lágrimas amargas a sus negros ojos y bañaron sus mejillas rosas. Tanta pena le produjo, que pensó en huir del palacio y ocultarse de la vista de los mortales, puesto que al conocer el dolor el mundo y la vida misma le parecían despreciables. Y así lo hizo. Una noche, cuando todos dormían en su palacio, se fué hacia el monte. Sola, como una sombra más entre las infinitas de la noche, anduvo largo tiempo, hasta que llegó a una profunda gruta. Entró en ella, y para que nadie fuera a buscarla, tapó su entrada con una enorme roca. Así transcurrió mucho tiempo.

Aquellas islas, al no estar iluminadas por la luz de Amaterasu, quedaron sumidas en negras tinieblas. También desapareció la luz de las almas de sus habitantes, todos estaban tristes y no sabían qué hacer. Entonces los dioses decideron traer junto a ellos a la diosa.
Para esta empresa tenían que valerse de todo su ingenio, porque ya sabían que su Reina era firme en las decisiones que tomaba. Así, pues, organizaron un brillante cortejo; los mejores músicos, creadores de las más dulces melodías, formaban parte de él. Anduvieron largo rato por el bosque, hasta que por fin llegaron ante la gruta donde se encontraba Amaterasu. Una vez allí, formaron todos un gran círculo. Los músicos empezaron a tocar. Los trinos de los pájaros se fundían con las canciones; parecía que el bosque estuviera encantado. Apenas había empezado a oírse la música, uno de los dioses dijo a la diosa Ame-No-Uzame que saliera a bailar, y así lo hizo. Más hermosa que nunca, vestida con deslumbradoras túnicas, comenzó a danzar al son de la música. Sus manos dibujaban en el aire extrañas figuras y su cuerpo se movía con mágico encanto. Los dioses y todos los que integraban el cortejo, admirados de tanta belleza, no cesaban de alabar la hermosura de Ame-No-Uzume y su maestría en la danza.
Entonces Amaterasu, extrañada de oír aquella música, sin saber de donde venía, y sobre todo, los elogios tributados a la bella danzarina, sintió deseos de ver a qué era debido a todo aquello. Poco a poco, fué acercándose a la entrada de la gruta, y para contemplar mejor lo que sucedía ante ella, corrió un poco la pesada roca que tapaba la entrada de su retiro. En aquel instante, uno de los dioses que esperaba ante la gruta tal momento, se cogió con fuerza a la roca y la retiró a un lado, dejando libre la entrada. Amaterasu se quedó maravillada ante el espectáculo que tenía ante sus ojos. Algo, sin embargo, le molestaba. No podía sufrir que los dioses admiraran tanto la belleza de Ame-No-Uzume. Y éstos, para que no se disgustara y accediese a marchar con ellos, le dieron un espejo para que pudiera contemplarse y comprobar por sí misma que era la más hermosa de todas las mujeres.
Una vez tranquilizada, Amaterasu tuvo a bien acceder a la súplica de todos sus súbditos y volvió a reinar sobre ellos.


El dios Susanoo, que se había rebelado contra ella, fué expulsado del reino y se le dió el imperio de los mares, en uno de los cuales mató de un solo tajo de su espada a un gigantesco dragón de ocho cabezas. De esta manera, la paz y la felicidad volvieron a reinar en las islas japonesas. El nieto de Ametarasu, llamado Jinmutenno, ocupó el trono imperial y fué el primer mikado o emperador de nombre conocido. Como atributos de su realeza, la diosa le entregó el espejo donde ella se miró al salir de la gruta, la espada con la que Susanoo mató al dragón de ocho cabezas y una joya. Estos objetos han sido conservados por todos los emperadores que fueron sucediendo a Jinmutenno, y aunque nadie- ni el propio mikado- los ha visto, se conservan envueltos en innumerables sedas en un templo no lejos de Tokio.
De Jinmutenno, sin interrupción, descienden, a través de 2.600 años, todos los emperadores del pueblo japonés. En cuanto a la diosa de Ametarasu, viendo asegurada su disnatía en el trono imperial, pidió a su padre, el Sol, que la llevara junto a él, y, envuelta en su luz, se fué a su lado, allí permanece desde entonces, y, transformada en rayos luminosos, vela siempre por su pueblo.


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