24 marzo 2006

Mirthayú, el sueño de Matambo


Hace muchísimos años que el Cacique Tairón, vecino de los Michúes, ofrecía un sacrificio cuando de repente apareció una nube que esparcía rayos de mil colores, entre más se acercaba, era más fácil distinguir que en su seno iba una mujer muy hermosa. Tairón y su tribu cayeron de rodillas, lanzando exclamaciones y gritos de alegría, pues creyeron que llegaba a ellos el dios a quien le estaban ofreciendo un sacrificio. La dicha aumentó cuando la deslumbrante dama le entregó a Tairón y a su tribu una tierna niña y las instrucciones precisas para criarla y forjar su futuro. Los Taironas dedicaron toda su atención y esmero a la crianza de esta hermosa criatura y por nombre le pusieron Mirthayú, y la eligieron como su única reina.
Mirthayú se convirtió en la adoración de los Michúes por su belleza, personalidad y el amor que manifestaba hacia su tribu. Pero cierto día llegó un gigante llamado Matambo, que se encargó de sembrar el terror en la tribu de los Taironas, quienes recurrieron presurosos a su reina y le suplicaron que interviniera ante el inminente peligro.
Mirthayú se enfrento al gigante y éste al verla quedo hipnotizado por su belleza. Entonces, inclinó reverente su cabeza ante la reina y le pidió disculpas por el atropello que estaba cometiendo contra los suyos. Así todo volvió a quedar en paz armonía.

Entre Mirthayú y Matambo nació una amistad que después se convirtió en amor. Juntos resolvieron viajar al macizo colombiano, guiados por el hilo brillante formado por las aguas del rió Guacacalló, hasta llegar a su nacimiento. Al regresar, el gigante tuvo que enfrentarse la tribu de los valientes Michúes, quienes se opusieron a que Matambo cruzara por sus predios.

Para evitar que algo le pasara a su amada, Matambo al le pidió que se alejara hacia los cerros del oriente para que desde allá se observara su triunfo o su derrota. Sin embargo, desde lejos, Mirthayú vio como miles de Michúes atacaban a su amado. La pelea terminó cuando el gigante cayó estruendosamente al suelo,. Mirthayú desesperada intentó prestarle ayuda y le pidió apoyo a su jefe Tairón, pero todo fue en vano. La reina recurrió a los hechiceros para que le devolvieran la vida a su amado, pero ellos nada pudieron hacer. Recorrió los senderos en busca de auxilio y arrancó su rubia cabellera, el viento se la arrebató de las manos y la esparció por la zona cercana dando origen a los farallones y altares que hoy se observan al llegar al municipio de Gigante, en el Huila.

Mirthayú desfalleciente y de rodillas pidió protección a Tairón y a sus dioses, y cuando menos lo esperaba se aproximó una nube de colores de la que descendió su madre. Ésta la tomó entre sus brazos, enjugó sus lágrimas y la acompañó en su llanto. Pero Mirthayú se desplomó sobre el suelo y murió. Torturada por los efectos del verdadero amor, prefirió el dolor de la muerte por la pérdida de Matambo.

La reina pronto entregó su alma al creador del universo. La cabeza de Mithayú quedó hacia el oriente, los pies sobre el río Guacacallo, la mirada prolongada al infinito y los senos desnudos y desafiantes, como dos pirámides enfrentadas al sol. Hoy, después de muchos años, Mirthayú y Matambo están convertidos en dos enormes rocas encantadas, visibles desde la carretera central del Huila. Ella con sus atractivos "senos de reina" y él con la perfección de su perfil, ambos mirando hacia el cielo.


(leyenda Colombiana)

(no estoy segura que sea esa la imagen)


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17 marzo 2006

La leyenda de Calafate

En lo que ahora es Magallanes y mucho tiempo antes de que aquellas tierras fueran colonizadas, vivían allí dos grupos de aborígenes: los tehuelches y los onas. Al parecer, y de acuerdo con lo que dice la leyenda, los onas eran muy mirados en menos por los tehuelches, y si así no hubiera sido, nada hubiese sucedido.

Resulta que el jefe del aikén tehuelche tenía una hija bellísima, la cual era su orgullo y alegría. Esta jovencita llamábase Calafate y tenía unos maravillosos ojos dorados. Para mal de sus pecados sintiéndose en todo superiores a los onas, era costumbre tehuelche que, al cumplir la mayoría de edad, algún joven ona fuese consagrado por el brujo del pueblo.

El joven ona que llegó al aiken para serlo resultó ser tan guapo y tan garrido que Calafate, con solo verlo, se enamoró locamente de el y él de ella. Este gran amor echó raíces en ambos: decidieron huir, sabiendo que sus dos tribus no aceptarían su unión. En un lugar lejano ambos levantaron su choza: pero alguien supo de los planes y sin perder un segundo le comunicó al jefe y padre de Calafate.

De acuerdo con su tradición, la vida del joven ona era sagrada en las presentes circunstancias; por lo tanto el jefe intentó convencer por otros medios a Calafate de apartarse del ona y olvidar a su bien amado. ¡Todo fue en vano! ¿Cómo su hija, siempre siempre dócil y respetuosa de su padre y de las leyes de su tribu, ahora se mostraba tan rebelde e indómita?

Convencido de que aquéllo era obra del Gualiche, la deidad maligna, hizo venir a la bruja de su tribu y le ordenó que impidiera la huida de los enamorados, hechizando a Calafate, pero que sus maravillosos ojos dorados siguieran mirando su aikén, fuese cual fuese el hechizo.

Ni corta ni perezoza, la bruja la transformó en un arbusto que, cada primavera, se cubre de flores doradas, las que parecían contemplar el paraje donde conoció a su amado. El joven ona la buscó en vano por toda la región, hasta morir de pena.

La bruja, al darse cuenta del daño que había causado, hizo que esas flores, al caer, se convirtieran en un dulce fruto de color púrpura. Y ese fruto es el corazón de la hermosa tehuelche.

(Leyenda Tehuelche, Chile)

Fuente: Leyendas de siempre, Bibliográfica internacional


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12 marzo 2006

El Sol Rojo


Entre los indios mocoretaes había uno, joven, aguerrido y valiente llamado Igtá (hábil nadador) que amaba a la más buena y hermosa de las mujeres de su tribu, Picazú (paloma torcaz), y quería casarse con ella.
Los padres de Picazú consintieron en que se realizase tal boda; pero siendo necesario para ello la aprobación de la Luna, llamaron al Tuyá (adivino) de la tribu para que la consultara.
Era una noche plácida y serena. La luz blanca, clara, brillante y hermosa de la Luna iluminaba los campos y las tolderías de los indios. Y el Tuyá interpretó:
-Esa luz que nos envía la Luna significa que ella aprueba satisfecha la boda de Igtá y Picazú.
Entonces, el Jefe de la tribu ordenó a Igtá demostrase a todos que en verdad era digno y merecedor de tomar compañera. Para ello debía arrojarse a las aguas de la laguna y nadar durante largo rato. Después, ir en busca de un gran número de presas de caza.
Igtá, que era excelente nadador y había cazado mucho desde su niñez, realizó las pruebas con el mayor éxito, pues nadó cuanto se lo pidió y trajo entre sus brazos abundante caza.
Las ceremonias de la boda realizáronse una noche, después de tres lunas. Se encendió una gran hoguera, a cuyo alrededor todos los indios comían, bebían, bailaban y gritaban, festejando tan grande acontecimiento.
Pero algo faltaba para que Igtá y Picazú fueran felices: tener la seguridad de que Tupá, su dios bueno, había aprobado también la boda. Y esperaron.
¡Cuál no sería su pena y desconsuelo, cuando llegada la noche siguiente comenzó a caer una copiosa lluvia! Eran las lágrimas de Tupá las que caían sobre la tribu para significar el descontento y desaprobación del dios por haberse realizado la unión de los jóvenes indios.
Igtá y Picazú no podían, pues, continuar unidos perteneciendo a la tribu. Debían huir y arrojarse a las aguas de la laguna. Allí había una isla donde moraban todos los que se habían casado contrariando la voluntad de Tupá. Los dos debían ir a esa isla para no volver jamás.
Al día siguiente cesó la lluvia. Y por la tarde, a la hora en que el sol iba a ocultarse en el ocaso, Igtá y Picazú se arrojaron al agua y comenzaron a nadar.
Los indios de su tribu, reunidos a orillas de la laguna, viéndolos alejarse lentamente, los injuriaban y maldecían para aplacar el enojo de Tupá y evitar sus castigos, pues ésta era su creencia.
Igtá, hábil nadador, consiguió nadar buen trecho, ayudando también a su infortunada compañera. Poco faltaba a Igtá y Picazú para llegar a la isla sanos y salvos, cuando una nueva desgracia cayó sobre ellos: Ñuatí (Espina), un guerrero malvado de la tribu, les arrojó una flecha. Todos los indios lo imitaron, y entonces fue una lluvia de flechas la que llegó hasta Picazú e Igtá, quienes, heridos quizás por ellas, desaparecieron de la superficie de las aguas.
En ese preciso instante el sol, que se hundía en el horizonte, tomó un intenso color rojo; y su luz tiñó la laguna e iluminó de rojo los campos y el cielo.
Esto llenó de asombro a los indios, los que, atemorizados, huyeron velozmente, alejándose de la laguna.
Mientras tanto Igtá y Picazú, ayudados sin duda por Tupá porque eran buenos, lograban salvarse y llegar a la isla, donde podrían al fin vivir gran amor.


(leyenda guaraní)


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09 marzo 2006

Nut y Geb (leyenda egipcia)

Nut era la diosa Egipcia del cielo. Ella era representada como una mujer gigante desnuda, que sostenía al cielo con su espalda. Su cuerpo era azul y cubierto con estrellas. Los documentos antiguos describen como cada noche el Sol entraba por la boca de Nut y pasando por su cuerpo nacía cada mañana de su matriz. De acuerdo a una leyenda Egipcia, Nut se casó con su hermano, el dios de la Tierra Geb, sin permiso de Re el poderoso dios del Sol. Re estaba tan enojado con Nut y Geb que forzó al padre de ellos, Shu, el dios del aire, a separarlos. Es por esto que la Tierra está separada del cielo. Más aún, Re prohibió que Nut pudiera tener hijos en cualquier mes del año. Pero, afortunadamente, Thoth, el escribano divino, decidió ayudarla. Hizo que la Luna se decidiera a jugar un juego de sorteo donde el premio era la luz de la Luna. Thoth ganó tanta luz que la Luna tuvo que agregar cinco días más al calendario oficial. Por esto, Nut y Geb pudieron tener finalmente cuatro hijos: Osiris, Seth, Isis, Nephthys.


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07 marzo 2006

Leyenda de Cerro Largo


La muchacha nunca había visto algo así. El cuerpo de aquel hombre cubierto de metal reflejaba destellos hirientes del Sol que nacía más allá de la Laguna Pequeña, del Sol que aparecía cada día sobre el misterioso confín del mar. Se aproximó con curiosidad y le sonrió. El extranjero - joven, alto, de intensa palidez- le devolvió la sonrisa. Quizás venía de las lejanas montañas del Oeste, donde se extrae metal resplandeciente desde la entraña de la tierra y eso explicaría el brillo de su atuendo luminoso; pero no lucía el poncho multicolor de los collas ni tenía sus rasgos físicos. Entonces la muchacha se puso en guardia. Pensó por un momento que quizás aquel joven fuera de los nuevos invasores de los que se hablaba con preocupación; pero se tranquilizó porque, se dijo, un invasor puede mirar con codicia o deseo, pero no sonreír de esa forma. Ella le ofreció frutos y harina de pescado y él le acarició la mejilla con una mano tan pálida como su rostro. Ella le dejó hacer, entre sorprendida y complacida. Después volvió corriendo a la aldea, pero no dijo nada. Debía hacerlo, pero no contó nada.Al día siguiente él todavía estaba allí. Había construido un pequeño refugio, las piezas de metal de su vestidura descansaban junto al fuego.Ella lo invitó a la aldea, pero él dio señales de no comprender sus palabras. Repitió la invitación en guaraní, que es la lengua más universal, y entonces él pareció comprender y se negó sonriendo.Comieron juntos y ella volvió a alejarse. Esa noche la muchacha preguntó a los ancianos cómo eran los invasores que venían del otro lado del mar. Le explicaron que la piel era muy pálida, y que tenían en el rostro un espeso vello que les cubría la boca y el mentón. Esto último la tranquilizó: su amigo desconocido era pálido, pero tenía un rostro sin vellos. El quinto día de sus encuentros secretos él la tomó entre sus brazos y la besó en los labios. Ella había entrecerrado sus ojos y después del beso los abrió con una intensa expresión de felicidad. Pero - todavía muy próxima al rostro del hombre- observó con horror que cerca de los labios y en el mentón del fascinante extranjero se podía advertir el nuevo brote de un vello espeso y negruzco que seguramente el joven había quitado antes de su primer encuentro con ella. "¡Los invasores!" pensó, mientras se apartaba bruscamente. De pronto, el joven dejó colgar sus brazos junto al cuerpo. Miraba al cielo y se tambaleaba, alcanzado en el corazón por una flecha. La muchacha sintió un crujir de ramas a su espalda, se volvió y se encontró con el viejo cacique que ya levantaba su maza de piedra para matarla. Cuando ella cayó al suelo, mortalmente herida, la tierra se estremeció y bramó de dolor. La felicidad, tan reciente, no tuvo tiempo de alejarse del horror recién nacido. El cuerpo que ya moría no soportó el choque de sentimientos tan intensos y se rasgó hasta las entrañas con un ruido horrísono de trueno. El cielo se oscureció y temblaron el palmar y el monte nativo, mientras los pájaros alzaban vuelo bruscamente gritando asustados. Temblando, estremeciéndose, la tierra se tragó a la muchacha. Relámpagos ininterrumpidos daban al ocaso una claridad espectral mientras una cortina de lluvia hacía invisible el horizonte. Cuentan que al amanecer la tierra se había elevado en suaves colinas que daban forma a un inmenso cuerpo de mujer yacente.
Dicen que así nació el Cerro Largo.

Fuente: Leyendas, mitos y tradiciones de la Banda Oriental
(leyenda Uruguaya)


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03 marzo 2006

El cofre de Pandora (leyenda griega)


A pesar de haberse vengado de Prometeo de una manera muy cruel, Zeus aún le guardaba odio por haberle enseñado a los humanos el secreto del fuego. También estaba preocupado porque si los seres humanos se hacían más poderosos, podían quitarle su trono en el Olimpo, por lo que ideó un plan: en parte para vengarse aún más de Prometeo y en parte para resguardar su posición.

Por voluntad de Zeus, su hija Nefesto modeló a una muchacha con una mezcla de arcilla y agua. Atenea le infundió el soplo de la vida y la instruyó en las artes femeninas de la costura y la cocina; Hermes, el dios alado, le enseñó la astucia y el engaño, y Afrodita le mostró como conseguir que todos los hombres la desearan. Otras diosas la vistieron de plata y le ciñeron la cabeza con una guirnalda de flores, luego la llevaron a la presencia de Zeus.

-Toma este cofrecito-le dijo, entregándole una cajita de cobre bruñido-. Es tuyo, llévalo siempre contigo, pero no lo abras por nada del mundo. No me preguntes la razón y sé feliz, pues los dioses te han dado todo lo que las mujeres desean.

Pandora, que así se llamaba la muchacha, sonrió. Pensaba que el cofrecito estaba lleno de piedras preciosas.

-Ahora tenemos que encontrarte un marido que te ame, y yo conozco al hombre adecuado. Epimeteo. El te hará feliz.

Epimeteo era hermano de Prometeo, pero le faltaba toda la prudencia de su hermano. Prometeo le había advertido a su hermano que no aceptara ningún regalo de Zeus, pero él, un poco halagado y quizás temeroso de rechazarle, aceptó a Pandora como esposa. Hermes acompañó a la muchacha a la casa del flamante marido en el mundo de los hombres.

-Bueno, amigo Epimeteo-le dijo-. No olvides que Pandora tiene un estuche que no debe abrir por ningún concepto.

Epimeteo tomó el estuche y lo colocó en sitio seguro. Al principio, Pandora fue feliz viviendo con él y olvidó el estuche, pero más tarde empezó a reconcomerla el gusanillo de la curiosidad. "¿Por qué no podemos ver al menos que contiene"? se preguntaba.

Luego, mientras Epimeteo dormida, abrió el cofrecito, y rápidos como el viento, salieron todos los males que desde entonces nos afligen: el cansancio, la pobreza, la vejez, la enfermedad, los celos, el vicio, las pasiones, la suspicacia... Desesperada, Pandora intentó cerrar el cofrecito, pero ya era demasiado tarde. La venganza de Zeus se había realizado: la raza humana no podía ser tan noble como había querido Prometeo. La vida sería una lucha constante contra dificultades de todo género. Había pocas probabilidades de que el hombre pudiera aspirar al trono de Zeus.

Pero el triunfo del rey sobre los dioses no era completo. Una cosita de nada había quedado en el fondo del estuche y Pandora consiguió encerrarla. Era la esperanza. Con ella el género humano había encontrado la manera de sobrevivir en este mundo hostil. La esperanza daba una razón para seguir viviendo.

fuente: Mounstros, dioses y hombres de la Mitología griega, por Michael Gibson.


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01 marzo 2006

El Coquena


En Salta, Argentina, los ganados están bien protegidos. Un duendecillo de cara de cholo y gran sombrero de pelo vigila a los animales y les salva de las maldades humanas. Coquena observa oculto la labor de los pastores, y es él el que tiende las trampas a aquellos que golpean o matan a las vicuñas o llamas, es Coquena quien desilza serpientes en las casas de los crueles o libera a las bestias que no son merecidas por sus amos.

Pocos han visto al duende, pero todos le respetan. Nadie mata el ganado para beneficiarse temiendo su castigo. Y aun hoy, en las aldeas de Salta, cuando aparece algún forastero a pasar algún día, los pastores se golpean con el codo suavemente y señalando con la cabeza murmura: "es Coquena".



Esta leyenda es un aporte de nuestro amigo Kanaima


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