Una mujer coreana llamada Yun Ok
fue un día a ver al gran sabio de su aldea, un ermitaño que
tiempo atrás se había retirado a vivir a una montaña
donde vivía con lo mínimo y en armonía con la naturaleza.
Esa misma naturaleza era la que proveía para el anciano, y de la
que obtenía también los elementos que componían las
pociones que fabricaba.
Cuando Yun Ok entró en su
casa, el ermitaño, sin levantar los ojos de la chimenea que estaba
mirando dijo:
¿Por qué viniste?
Yun Ok respondió: Estoy desesperada,
gran sabio. Sin duda necesito una de vuestras pociones.
-Maestro -insistió Yun Ok-,
si no me ayudas, estoy verdaderamente perdida.
-Bueno, ¿cuál es tu
problema? -dijo el ermitaño, resignado por fin a escucharla.
La mujer empezó a contarle
al anciano su problema. Su marido, tras volver de la guerra, había
cambiado totalmente. Pasó de ser un hombre cariñoso a alguien
frío y distante. Ya no hablaba, y las pocas veces que lo hacían,
su voz sonaba helada, dura, áspera. Apenas comía, y muchas
veces se encerraba en su cuarto tras dar un manotazo y se negaba a ver
a nadie. Había abandonado sus ocupaciones y solía pasar el
tiempo sentado en la cima de una montaña, con la mirada perdida
en el mar, negándose a pronunciar palabra. Sus ojos, antes vivos
y cómplices, eran ahora hielo o fuego rabioso. Ya no era el hombre
con quien se casó.
- La guerra... La guerra transforma
a tantos... -musitó el anciano.
- Creo que una de vuestras pociones
le haría volver a ser el hombre cariñoso que un día
fue.
- Una poción... Tan simple
como una poción... En fin, te diré que no será fácil,
y además para hacerla necesitaría el bigote de un tigre vivo.
Es su ingrediente principal. Sin bigote no hay poción.
La mujer se fue apenada porque no
sabía cómo podría conseguir el bigote, pero era muy
grande el amor que le profesaba a su marido, por lo que una noche
se decidió a buscar ese tigre. Con un bol de arroz y salsa de carne
se encaminó hacia la cueva de una montaña donde se decía
que habitaba un tigre. A cierta distancia de la cueva depositó el
bol con comida y llamó al tigre para que viniera, pero él
tigre no vino. Así pasaron días en los que la mujer cada
vez se acercaba unos pasos más a la cueva, llamando al tigre, que
empezaba a acostumbrarse a su presencia. Una de esas noches, el tigre se
acercó algo a la mujer, que tuvo que esforzarse para no salir corriendo.
Ambos quedaron a escasa distancia, mirándose, escena que se repitió
varias noches. Días después, la mujer empezó a hablar
al tigre con una voz suave, y poco tiempo después, el tigre empezó
a comer cada noche el bol de comida que ella le llevaba. Así pasaron
hasta seis meses, llegando a haber cierto vínculo entre ellos (ya
la mujer hasta le acariciaba la cabeza cuando el tigre comía). Y
llegó la noche en la que la mujer le suplicó al tigre que
no se enojara, pero que necesitaba uno de sus bigotes para poder sentir
cerca a su marido. Y se lo arrancó, y para su sorpresa, no, el tigre
no se enfureció.
La mujer fue nada más amanecer
a la cueva del ermitaño, a quien le enseñó el bigote
del tigre que había conseguido, feliz porque ya obtendría
su poción. El ermitaño tomó el bigote satisfecho y
lo arrojó al fuego. La mujer chilló sin entender nada, y
el anciano la calmó y le preguntó cómo había
conseguido el bigote.
- Yo... Fui cada noche a la cueva
del tigre, llevándole comida, hasta que me perdió el miedo
y se acercó a mí. Fui muy paciente, seguí llevando
comida aunque el tigre no la probaba, seguí acercándome cada
noche aunque a veces el tigre ni siquiera salía. A partir de una
noche, el tigre empezó a salir a recibirme y más tarde comía
cuanto le llevaba. Entonces empecé a hablarle, dejando que me conociera,
y aprendí a disfrutar también de esos momentos en los que
estábamos juntos. Y más tarde, le pedí el bigote.
Pero ahora que lo has tirado... Ahora no habrá poción y mi
marido seguirá ajeno a mí, como si no existiera!
- No te preocupes, mujer -susurró
el anciano-. Y escúchate. Lograste la confianza del tigre simplemente
estando ahí, ofreciéndote, esperando, dejando que te conociera,
hablándole y dándole el tiempo que necesitaba. Y además
aprendiste a disfrutar de vuestros encuentros. ¿No crees que un
hombre reaccionará de igual modo ante el cariño, la comprensión,
el interés, la compañía? Si pudiste ganar con cariño
y paciencia la comprensión y el amor de un animal salvaje... Sin
duda puedes hacer lo mismo con tu marido...
La mujer comprendió entonces.
Amar, confiar, tener paciencia, mostrarse, dar tiempo... Había aprendido
una valiosa lección gracias al ermitaño. Y no necesitaría
de más bigotes de tigre para sentirse cerca de aquel a quien amaba.
(leyenda coreana)
3 comentarios:
Ojalá disfruten de esta leyenda coreana.
Câline, que te parece ese lindo gatito?? jijijiji
Saludos!
Amiga! Mientras leía la leyenda, creo que sentí un poco lo que tú sentiste al leerla... es una gran lección para nosotras, las domadoras de tigres, jajaja!!
El que además mencionaras al hermoso "gatito", pues, como que sí estamos en la misma "onda", no?
Bellísima la leyenda... valió la pena esperar!!
Saludos!!
Que hermoza leyenda... estos paises aciaticos tiene tanto de eso... son misticos por naturaleza, en serio bella narracion llena de positivismo cosa tan escasa en el hoy.
un abrazo un agrado como seimpre leerte
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