27 julio 2007

El Chajá


El anciano Aguará era el Cacique de una tribu guaraní. En su juventud, el valor y la fortaleza lo distinguieron entre todos; pero ahora, débil y enfermo, buscaba el consejo y el apoyo de su única hija, Taca, que con decisión acompañaba al padre en sus tareas de jefe.

Taca manejaba el arco con toda maestría, y en las pa
rtidas de caza, a ella correspondían las mejores piezas, constituyendo el trofeo de su arrojo ante el peligro. Todos la admiraban por su destreza y la querían por su bondad. Muchas veces había salvado a la tribu en momentos de peligro, reemplazando al padre que, por la edad y por la salud resentida, estaba incapacitado para hacerlo.

Aparte de todas estas condiciones, Taca era muy bella. De color moreno cobrizo su piel, tenía ojos negros y expresivos, y en su boca, de gesto decidido y enérgico, siempre brillaba una sonrisa. Dos largas trenzas negras le caían a los lados del rostro. Un tipoy cubría su cuerpo hasta los tobillos, y con una faja de colores que los guaraníes llamaban chumbé, lo ceñía a la cintura.

Las madres de la tribu acudían a ella cuando sus hijos se hallaban en peligro, seguras de encontrar el remedio que los salvara. Era la protectora dispuesta siempre a sacrificarse en beneficio de la tribu.

Los jóvenes admiraban su bondad y su belleza, y muchos solicitaron al Cacique el honor de casarse con tan hermosa doncella. Pero Taca rechazaba a todos. Su corazón no le pertenecía.

Ará-Naró, un valiente guerrero que en esos momentos se hallaba cazando en las selvas del norte, era su novio y pensaban casarse cuando él regresara. Entonces el viejo Cacique tendría, en su nuevo hijo, quien lo reemplazase en las tareas de jefe.

La vida de la tribu transcurría serena; pero un día, tres jóvenes: Petig, Carumbé y Pindó, que salieron en busca de miel de lechiguana, volvieron azorados trayendo una horrible noticia. Al llegar al bosque en busca de panales, cada uno de ellos había tomado una dirección distinta. Se hallaban entregados a la tarea, cuando oyeron gritos desgarradores. Era Petig, que, sin tiempo ni armas para defenderse, había sido atacado por un jaguar cebado con carne humana y nada pudieron hacer los compañeros para salvarlo, pues ya era tarde. El jaguar había dado muerte al indio y lo destrozaba con sus garras. Carumbé y Pindó no tuvieron más remedio que huir y ponerse a salvo. Así habían llegado, jadeantes y sudorosos, a dar cuenta de lo sucedido.

Esta noticia causó estupor y miedo en la tribu, pues hasta entonces ningún animal salvaje se había acercado al bosque donde ellos acostumbraban ir a buscar frutos de banano, de algarrobo y de mburucuyá, que les servían de alimento.

Desde ese día no hubo tranquilidad en la tribu. Se tomaron precauciones; pero el jaguar merodeaba continuamente y muchas fueron las víctimas del sanguinario animal.

El Consejo de Ancianos se reunió para tomar una determinación que pusiera fin a semejante amenaza de peligro para todos.

Y decidieron: era necesario dar muerte a quien tantas muertes había producido.

Para conseguirlo, un grupo de valientes debía buscar y hacer frente a la terrible fiera, hasta terminar con ella.

El Cacique aprobó la determinación de los Ancianos. Pidió a los jóvenes de la tribu que quisieran llevar a cabo esta empresa, se presentaran ante él.

Grande fue la sorpresa del jefe cuando vio aparecer en su toldo a un solo muchacho: Pirá-U.

De los demás, ninguno quiso exponer su vida.

Pirá-U sentía gran admiración y un gran reconocimiento hacia el viejo Cacique. En cierta ocasión, hacía muchos años, Aguará había salvado la vida de su padre, de quien era gran amigo. Fue un verdadero acto de heroísmo el cumplido por el valiente Cacique, con peligro de su propia vida.

Desde entonces, nada había que Pirá-U, agradecido, no hiciera por el viejo Aguará. Por eso, ésta era una espléndida oportunidad para demostrarlo. Él sería el encargado de librar a la tribu de tan terrible amenaza. Así fue que Pirá-Ú, sin ayuda de nadie, confiando en su valor y en la fuerza que le prestaba el agradecimiento, partió a cumplir tan temeraria empresa. Gran ansiedad reinó en la tribu al siguiente día. Todos esperaban al valiente muchacho, deseosos de verlo llegar con la piel del feroz enemigo.

Pero las esperanzas se desvanecieron. Pasó ese día y otros más y Pirá-U no regresó.

Había sido una nueva víctima del jaguar. Nuevamente se reunió el Consejo y nuevamente se pidió la ayuda de los jóvenes guerreros. Pero esta vez nadie respondió... nadie se presentó ante el Cacique. Era increíble que ellos que habían dado tantas veces pruebas de valor y de audacia, se mostraran tan cobardes en esta ocasión.

Taca, indignada, reunió al pueblo, y en términos duros y con ademán enérgico, les dijo:

Me avergüenzo de pertenecer a esta tribu de cobardes. Segura estoy de que si Ará-Naró estuviera entre nosotros, él se encargaría de dar muerte al sanguinario animal. Pero en vista de que ninguno de vosotros es capaz de hacerlo, yo iré al bosque y yo traeré su piel. Vergüenza os dará reconocer que una mujer tuvo más valor que vosotros, cobardes!

Así diciendo entró en su toldo. El padre, que se hallaba postrado por la enfermedad, se oponía a que su hija llevara a cabo una empresa tan peligrosa.

- Hija mía -le dijo- tu decisión me honra y me demuestra una vez más que eres digna de tus antepasa­dos. Mi orgullo de padre es muy grande. Te quiero y te admiro; pero la tribu te necesita. Mi salud no me permite ser como antes y sin tu apoyo no podría gobernar.

Padre, los dioses me ayudarán y yo volveré triunfante. Si permitimos que el sanguinario animal continúe con sus desmanes no podremos llegar al bosquecillo en busca de alimentos, y la vida aquí será imposible.

Hija mía; otros deben dar muerte al jaguar. Tú eres necesaria en la tribu y no es muy seguro que te libres de morir entre las garras de la fiera.

Padre... tus súbditos han demostrado ser unos cobardes. Creen que el yaguareté es un enviado de Añá para terminar con nosotros, y temen enfrentarlo. Yo debo salvar a la tribu. ¡Permite que vaya, padre mío!

El anciano tuvo que acceder. Las razones que le daba su hija eran justas y claras ­ y no había otra manera de librarse de enemigo tan cruel.

Y Taca empezó los preparativos para ponerse en viaje ese mismo día al atardecer.

Cuando se disponía a partir, varios jóvenes trajeron la noticia de que los cazadores que partieran hacía una luna, se acercaban. Estaban a corta distancia de los toldos.

Fue para Taca una noticia que la lleno de placer y de esperanza. Entre los cazadores venía Ará-Ñaro, su novio, y él podría acompañarla para dar muerte al jaguar. Impacientes esperaban la llegada de los bravos cazadores, los que se presentaron cargados de innumerables animales muertos, pieles y plumas, conseguidos después de tantos sacrificios y de tantos peligros.

Fueron recibidos con gritos de alegría y de entusiasmo por toda la tribu que se había reunido cerca del toldo del Cacique. Junto a la entrada se encontraba éste con su hija Taca, rodeados por los ancianos del Consejo.

El viejo Aguará saludó con todo cariño a los valientes muchachos, que se apresuraron a poner a sus pies las piezas más hermosas.

- Ará-Naró, después de agasajar al Jefe, se dirigió a Taca, y como una prueba de su gran amor, le ofreció el presente que le tenía dedicado: una colección de las más vistosas y brillantes plumas de aves del paraíso, de tucán, de cisne, de garza y de flamenco. El gozo y la satisfacción se pintaron en el rostro de la doncella, que con una suave sonrisa agradeció el obsequio.

Después... cada uno se retiró a su toldo. Aguará, Taca y Ará-Naró quedaron solos. El sol se había ocultado detrás de los árboles del bosquecillo cercano. Un reflejo rojo y oro teñía las nubes, y como venido de lejos se oyó el grito lastimero del urutaú.

En ese momento, el viejo Cacique comunicó a Ará-Naró la decisión de su hija.

-Hijo mío- le dijo - un jaguar cebado con sangre humana ha hecho muchas víctimas entre nuestro pueblo. El primero fue Petig, que tomado desprevenido, murió deshecho por la fiera. Después Saeyú y otros que, confiados, fueron al bosque en busca de alimentos. Se decidió dar muerte al sanguinario animal; pero Pirá-Ú, encargado de ello, no ha vuelto. Fue, sin duda, una víctima más... Y ahora nadie quiere hacer frente a tan terrible enemigo. Todos le temen creyéndolo un enviado de Añá, imposible de vencer.

Taca, por su parte, ha decidido ser ella quien termine con el jaguar, y piensa partir ahora mismo.

-Taca, eso no es posible- dijo resuelto Ara-Ñaro-. Esa no es empresa para ti. Y los guerreros de nuestra tribu: ¿qué hacen? ¿Cómo permiten que una doncella los aventaje en valor y los reem­place en sus obligaciones?. -Los jóvenes temen a Añá, y no quieren atacar a quien creen su enviado. -Taca, ¡no irás! Seré yo quien dé muerte al jaguar, y su piel será una ofrenda más de mi amor hacia ti.

-No podrá ser, Ará-Ñaró. ¡He dado mi palabra y voy a cumplirla!... Dentro de un instante saldré en busca del jaguar, y cuando vuelva gritaré una vez más su cobardía a los súbditos del valiente Aguará.

-No has de ir sola, Taca. Espera unos instantes y yo te acompañaré.

­ Ya debo partir, Ará-Ñaro; “yahá!”…, “yahá!”…(¡vamos!, ¡vamos!).

Pronto se reunió Ará-Ñaró a su prometida, y cuando la luna envió su luz sobre la tierra, ellos marchaban en pos del enemigo de la tribu. La esperanza de terminar con él los alentaba. Cuando llegaron al bosque, Ará-Ñaró aconsejó prudencìa a su compañera, pero ella, en el deseo de terminar de una vez por todas con el carnívoro, adelantándose, lo animaba:

- “yahá!”…, “yahá!”…

Cerca de un ñandubay se detuvieron. Habían oído un rozamiento en la hierba. Supusieron que el jaguar estaba cerca. Y no se equivocaban. Saliendo de un matorral vieron dos puntos luminosos que parecían despedir fuego. Eran los ojos de la fiera, que buscaba a quienes pretendían hacerle frente. Con paso felino se iba acercando, cuando Ara­Naró, haciendo a un lado a su novia y obligándola á guarecerse detrás de un añoso árbol, se dirigió, decidido, hacia la fiera.

Fueron momentos trágicos los que se sucedieron. ¡El hombre y la fiera luchando por su vida! Ará-Naró era fuerte y valiente, pero el jaguar, con toda fiereza, lanzó un rugido salvaje. Taca, que desde su escondite seguía con ansiedad una lucha tan desigual, se estremeció.

Un zarpazo desgarró el cuello del valiente indio y lo arrojó a tierra. Con él rodó la fiera enfurecida y poderosa.

Taca dio un grito, y de un salto estuvo al lado del animal ensangrentado, que se trabó en pelea con su nueva atacante.

Pero fue en vano. En esa prueba de valientes, ninguno salió triunfante.

Taca, Ará-Ñaró y el jaguar pagaron con su vida el heroísmo que los llevó a la lucha.

Pasaron los días. En la tribu se tuvo el convencimiento de la muerte de los jóvenes prometidos.

-El viejo Cacique, cuya tristeza era cada vez mayor, fue consumiéndose día a día, hasta que Tupá, condolido de su desventura, le quitó la vida.

Todos lloraron al anciano Aguará, que había sido bueno y valiente, y de quien la tribu recibiera tantos beneficios.

Prepararon una gran urna de barro, y después de colocar en ella el cuerpo del Cacique, pusieron sus prendas y, como era costumbre, provisiones de comida y bebida.

En el momento de enterrarlo, en el lugar que le había servido de vivienda, una pareja de aves, hasta entonces desconocidas, hizo su aparición gritando: -- “yahá!”…, “yahá!”…

Eran Taca y Ará-Naró, que convertidos en aves por Tupá, volvían a la tribu de sus hermanos.

Ellos los habían librado del feroz enemigo, y desde ahora serían sus eternos guardianes, encargados de vigilar y dar aviso cuando vieran acercarse algún peligro.

Por eso, el chajá, como le decimos ahora, sigue cumpliendo el designio que le impusiera Tupá, y cuando advierte algo extraño, levanta el vuelo y da el grito de alerta: ; "Yahá!..., " "Yahá!"..

(leyenda guaraní)


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16 julio 2007

Los colosos de Tierra del Fuego


Kenós un enorme coloso de treinta y ocho metros, pisó por primera vez el planeta cuando la tierra era tan joven, que sobre ella no existía nada más que una gran, inmensa y desolada pampa. Temaukel, su padre, y padre de todo el universo lo envió a dar forma y vida sobre la superficie del mundo. Al tiempo de estar habitando en la soledad, necesitó alguien para compartir y entretenerse, un amigo. Miró hacia el cielo; Temaukel escuchó su lamento, dándole entonces la capacidad para crear otros dioses grandes y semejantes a él. Puso manos a la obra, y pronto contó Kenós con tres hermanos gigantes; ellos fueron Cenuque, Cóoj y Taiyín, junto a quienes recorrió de arriba a abajo y de un lado para otro poniendo las montañas donde no existían, las nieves en sus cumbres, los bosques, los animales grandes y pequeños, los que viven de día y los de la noche. Crearon las plantas, entre ellas las que tienen raíces para afirmarse por sí solas y aquellas que cuelgan largas voladoras desde un árbol. Todos, cada uno de los seres y cosas que dan vida y forman la tierra fueron establecidas por Kenós, Cenuque, Cóoj y Taiyín. Las largas travesías agotaron el cuerpo de Kenós, quien un día sintiéndose viejo llamó a sus tres compañeros para avisarles que había llegado su tiempo de morir. Les pidió lo acompañaran hacia el Sur, pues mirando al Sur mueren los guerreros. Cuando llegaron al lugar elegido les indicó como debían sepultarlo a tres pisos bajo el suelo mirando a Temaukel. Viendo a sus tres hermanos ancianos y cansados les dijo: -Todas las formas tiene su tiempo, esperen y verán. Poco debieron aguardar los colosos, quienes con gran alegría, a las tres semanas vieron a Kenós pararse en sus pies. Era maravilloso ser inmortales y cada cierta cantidad de años volver a ser jóvenes; luego comprenderían algo más sobre la vida y la muerte. Largos siglos vivieron estos gigantes de Tierra del Fuego transformando la enorme pampa original, en el mundo que hoy conocemos con sus infinitos senderos y colores. La tarea estaba tocando a su fin cuando Cóoj el más enérgico y puro, se acercó a Kenós diciéndole: -Amigo, nuevamente ha llegado mi hora del reposo, pero esta vez no deseo volver a renacer. Mi cuerpo está cansado y mi caspi anhela su sitio final junto a Temaukel nuestro creador. Lo miró Kenós con tristeza sabiendo que su naturaleza como inmortales no podía aspirar a estar eternamente junto a Temaukel, sino que debía permanecer por toda la eternidad cumpliendo una misión para El, y para las obras de su creación. Le hizo saber a Cóoj que elreposo de su caspi sólo encontraría su lugar definitivo aquí en la tierra o en el espacio cósmico de las estrellas siendo una más entre todas. Nada supo decir Cóoj. Se había equivocado. Más bien, no había comprendido el significado de ser inmortal. Muy triste se retiró a llorar su pena. Caminó hacia el este solitario derramando torrentes de lágrimas. Los gruesos goterones que rodaron por sus pómulos cayeron sobre la tierra cubriéndola de agua salada de amargura, agua que no alcanzó a secar el calor del sol. Su llanto anegó profundas quebradas y valles por el oriente, rebasando los límites de las altas cumbres hundiéndolas con su peso. Tanta y tan enorme fue su pena, que cuando se detuvo y miró hacia el oeste pensando en regresar junto a Kenós, su mirada no divisó los territorios caminados en su peregrinar. Las lágrimas formaban enormes lagos los cuales serían llenados posteriormente por el agua de las nieves y glaciares que cubrieron la superficie terrestre con su blanca capa de hielos, cuando el norte se enojó con el sur. Vio Cóoj el resultado de su último trabajo comprendiendo cual era el destino final de su caspi; entonces reclinando su cuerpo, besó por última vez la roca seca y se sumergió...


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02 julio 2007

El balseo de las Almas


Al atardecer, las familias de Castro se reunen en sus casas a recrearse con esas leyendas que abundan por allí. Siendo Castro un lugar donde llueve casi todo el año y oscurece temprano, no es de extrañar que las familias sean numerosas.

Sentados junto al brasero, el más anciano, y por lo tanto, más conocedor de su macabro folklore narra sus historias. Es raro encontrarse con alguien de allá, grande o chico, a quien no le fascine oír historias de terror y comer chapalele.

La que más espeluznaba, y por lo tanto, más se repetía, era la siguiente:

Se dice que en Castro las almas de los muertos deben esperar a orillas del lago llamado Cucao, la balsa de un barquero fantasma, encargado de balsearlas hasta la orilla opuesta; hacia el lado de la montaña, en la costa del Pacífico. Mientras esperan, las almas de los muertos se trepan a la copa de un gran árbol que crece en el bosque cercano. Y
desde allí llaman al balseador, y sus voces semejan el lúgubre sonido del viento.

Pues bien, sucedió que hace un tiempo vivía por allí un chilote totalmente incrédulo. Según él, tal vez hubieran almas en pena, que las hay en toda partes, pero aquello de que un barquero viniera a llevárselas ¡eso, imposible!

Y así tuvo la idea de dar al traste con la historia. Se envolvió en una mortaja y, desde lo alto de un árbol de aquel bosque, comenzó a llamar al barquero. Cuál no fue su asombro al ver que éste se apareció al instante, como siempre que se requerían sus servicios. De inmediato se dio cuenta de que el amortajado era un hombre vivo que había querido burlarlo y, alejándose de allí, hizo un gesto con sus manos; de sus dedos salió una chisguetada de algo muy hediondo que cubrió al bromista.

Bajó del árbol para lavarse en el lago, pero el mal olor persistía. Era tan fuerte que aquellos con quienes se topó al volver a su casa se tapaban las narices. Y al tercer día murió de un "derrepente". Su alma, desalojada de su incrédulo cuerpo, hubo de reunirse con las otras; pero el barquero no le permitió subir a la balsa.

Y allí ha quedado para siempre, gimiendo y rogando en vano al barquero, tan contumaz como el hedor que le lanzara en castigo por burlarse de la muerte.


(Chiloé, Chile)


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