Fue hacia el año 1532.
Un chasqui llegó a las tierras de Cacheuta, el poderoso cacique cuyos dominios comprendían el valle de Mendoza y los alrededores. Ante el gran curaca, el emisario refirió los acontecimientos ocurridos: la pérdida de la libertad de Atahualpa, el gran señor inca, descendiente de Inti, que, hecho prisionero, esperaba ansioso el día de su liberación. Explicó al asombrado cacique la razón de su envío: llegaba a pedir su colaboración en el rescate del soberano prisionero. La fidelidad de Cacheuta no escatimó esfuerzos para cumplir con el mayor caudal a la salvación del señor de todos los quechuas. Convocó a sus vasallos, les exigió su cooperación y muy poco tiempo después un hato de llamas cargadas con petacas de cuero repletas de objetos de oro y plata estaban listas para emprender el viaje hacia el norte. El mismo cacique, al frente de un grupo de fieles vasallos, entre los que se contaban altos jefes guerreros, sería el encargado de conducirlas. Partió la expedición. Las llamas, con sus pasitos menudos, acompañados de movimientos del cuello y la cabeza, marchaban llevando en el lomo la valiosa carga que iba a servir para dar libertad al soberano de los quechuas. Llegaron a las primeras estribaciones del macizo andino. Se internaron por los angostos vericuetos de la montaña y marcharon sin descanso en su afán de llegar cuanto antes a destino. Cerca de un recodo de la montaña distinguieron, a lo lejos, un grupo de gente armada que de inmediato reconocieron como enemigos. Previendo una traición, los indígenas se pusieron en guardia, y como primera medida decidieron esconder la valiosa carga en el más seguro lugar de la montaña. Grandes conocedores del terreno, nada les fue más fácil y muy pronto su labor quedó terminada. Los adversarios, al notar que habían hecho un alto en el camino y les era imposible detenerlos al pasar donde se hallaban apostados, decidieron salirles al encuentro. Llegaron cuando Cacheuta y sus vasallos se aprestaban a hacer frente al ataque. El choque fue sangriento. Silbaban las flechas indígenas, haciendo víctimas en uno y otro bando.La lucha fue desigual, pero encarnizada. Los indígenas, que supieron defenderse con valor, finalmente cayeron vencidos. Los contrarios, ya dueños de la situación, se lanzaron en busca de su objetivo, para lo cual trataron de arrancar su secreto a la montaña. Al llegar al lugar donde fuera depositado el tesoro y cuando ya se creían dueños de él, chorros de agua hirviendo surgieron de entre las piedras, envolviéndolos. Hallaron la muerte allí donde fueron a buscar riquezas.
Fue, según la leyenda, el espíritu de Cacheuta quien hizo brotar el agua que terminó con los que no le permitieron llegar a destino y cumplir la misión que como súbditos fieles se habían impuesto. Desde entonces esas aguas, originadas en un verdadero principio de solidaridad humana, llevan en sí toda la bondad propia de tan altos propósitos y se brindan a los que acuden a ellas en busca de alivio para sus males.
16 agosto 2006
Las termas de Cacheuta
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16 enero 2006
El puente del Inca
Sólo podía ser Señor del Imperio quien fuera hijo de Inti, el Sol. No existía en el mundo autoridad mayor que la que emanaba de su persona.
Hubo, en tiempos ya muy lejanos, un Inca que además de tener un origen divino, se había ganado el respeto y el amor de su pueblo.
Sucedió que un día este señor noble y generoso cayó enfermo. Los médicos lo revisaban y lo volvían a revisar sin poder descubrir la causa de su mal, y con desaliento lo veían empeorar más y más.
Todo el reino temía lo peor, hasta que apareció una pequeña esperanza. Una esperanza que los hizo volver la vista a los extremos más lejanos del imperio. Un viajero les había asegurado que, en un paraje perdido entre las montañas del sur, se encontraba el remedio para la enfermedad del Inca.
Con urgencia, la corte organizó una expedición que llevaría al soberano a través de la cordillera. No se atrevieron a mandar un mensajero, por miedo a que el viaje fuera excesivamente largo, y no regresara a tiempo para salvar al Inca.
Turnándose para llevarlo sobre los hombros, recorrieron casi sin detenerse los caminos de piedra que unían todo el reino, alejándose cada vez más de la ciudad de Qosqo, el centro imperial.
No se desalentaron. Estaban dispuestos a llegar tan lejos como fuera necesario para que el hijo de Inti recuperara la salud.
Mucho después de haber partido, llegaron hasta un río que bajaba brioso de las cumbres por una hondonada.
Lo siguieron mientras corrió en la misma dirección que ellos llevaban. Pero a los pocos días llegaron a un paraje donde el río se desviaba definitivamente hacia el este.
En vano buscaron por los alrededores un paso que les permitiera cruzarlo y seguir viaje rumbo al sur. Tampoco podían descender y alcanzar la otra orilla, porque la violencia del agua los hubiera arrastrado al desastre.
El inca enfermo ya no tenía fuerzas ni para mantener los ojos abiertos. Con enorme tristeza, comprendieron que el monarca se moriría antes de que pudieran desandar el camino.
Hicieron un alto para pasar allí la noche, que ya se acercaba. El Sol, que los había observado desde que salieron de Qosqo, descendía tras las montañas conmovido por la pena que aquellos hombres sentían.
Decidió que los ayudaría a terminar su viaje…
Cuando los incas despertaron por la mañana se maravillaron con lo que veían: Como si se encontrara allí desde el inicio de los tiempos, un sólido puente de piedra llevaba hasta el otro lado del río, rumbo al sur, donde se hallaba la cura para el enfermo.
Completaron con éxito la misión y salvaron la vida de su señor, que fue aun más generoso de lo que había sido hasta entonces.
La gloria del imperio inca ya pertenece al pasado y a la memoria, pero sobre el río Las Cuevas, en el noroeste de Mendoza, el Puente del Inca sigue tendido sobre las aguas turbulentas, como puesto allí por voluntad de los dioses.
(leyenda Quechua)
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