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28 febrero 2008

Trentrenvilu y Cacaivilu


Hace mucho tiempo, en la época de los Pillanes, los hijos de los más poderosos (Peripillán y Antu) fueron convertidos en serpientes en castigo. Es así como Caicai (hijo de Peripillán) fue convertido en una serpiente marina, mientras que Trentren fue convertido en una serpiente de tierra.

Cacaivilu era enemiga de la vida terrestre, además, el "desagradecido hombre" no le rendía tributo por lo que les brindaba, mientras que si agradecían al hijo de Antu. No era de extrañar, Trentrenvilu era un ser bondadoso, que protegía a los hombres y a la vida en general.

La ira de Caicaivilu aumentó con el tiempo, junto a sus celos y en un deseo de castigar a los hombres, agitó su inmensa cola sobre las aguas formando olas gigantes con el propósito de incorporar la tierra de los hombres dentro de sus dominios.

Trentren vio esto y empezó a elevar el nivel de la tierra, formando cerros en donde los hombres pudieran refugiarse para no perecer ahogados. Transformó a quienes se estaban a punto de ahogar en aves y a los que caían a las aguas en peces y animales marinos.

No bastó, Cacaivilu, elevó aún más el nivel del mar de tal forma que los valles quedaron sumergidos y los cerros se transformaron en islas (archipiélago de Chiloé). Así que Trentren ordenó a los cerros elevarse más aún formando una columna de montañas (Cordillera de los Andes) para que pudieran protegerse.

Las serpientes empezaron a luchar entre ellas hasta que quedaron agotadas, ganando Trentren al conseguir que la tierra no desapareciera bajo las aguas, pero sin lograr que se retiraran del todo, formando así la actual geografía de Chile.


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26 septiembre 2007

Ketré Witrú Lafquén (La Laguna del Caldén Solitario)


Los componentes de la tribu del cacique Tranahué, montados en sus caballos, cruzaban la extensión arenosa. Corrían en tropel manejando a las bestias con habilidad consumada, montados en pelo y formando, jinete y cabalgadura un todo indivisible. Volvían luego de haber realizado un malón a las estancias próximas y transportaban el botín, conquistado entre gritos destemplados y carreras locas. Como de costumbre, los hombres, montados en sus caballos, habían atacado a los pobladores con sus lanzas y boleadoras, mientras las mujeres y los muchachos indios, que siempre marchaban detrás, en el momento del asalto, habían entrado a las habitaciones, apoderándose de todo cuanto encontraron a mano. Confiados y contentos cruzaban el arenal, cuando tuvieron una sorpresa por demás desagradable. Conocedores del lugar y de las costumbres, y poseedores de una gran agudeza visual, no pasó inadvertida para ellos una nube de polvo que se levantaba en la lejanía y que se dirigía a su encuentro. Era un tropel de jinetes que se acercaban. Debían ser, sin duda, de la tribu de Cho-Chá, el temido cacique que venía a atacarlos. Tranahué dio las órdenes necesarias para ponerse en guardia. Sus acompañantes se dispusieron a la defensa. Los indígenas de pronto estuvieron sobre ellos con la fuerza de sus lanzas de caña tacuara y la ferocidad de sus instintos. Su propósito era apoderarse del botín logrado en el malón por sus tradicionales enemigos. Se trabaron en lucha feroz. Los atacantes, más fuertes y numerosos, consiguieron vencer, huyendo con los animales robados a la tribu enemiga. En el campo había quedado el cacique Tranahué malherido y desangrándose. Con él, devorados por la fiebre, muchos heridos a los que era necesario socorrer. El sitio en que se hallaban, inhóspito y solitario, los obligaba a salir cuanto antes de él. Anduvieron en busca de un lugar propicio, reparado; pero ni un árbol, ni un asilo donde cobijarse. Tranahué se quejaba y sus labios resecos se abrían para pedir: - ¡Agua...! ¡Agua...! Pero el agua no existía en los alrededores. Ni un riacho, ni una vertiente, nada que les proporcionara el líquido anhelado. Siguieron andando. El paisaje era desolador como antes.

Continuaban
sin encontrar agua, ni reparo, ni sombra. Peuñén, la esposa del cacique, que marchaba a su lado enjugando su frente y restañando sus heridas, viendo desfallecer a su esposo, propuso a los guerreros detenerse e invocar al Gran Espíritu para que los guiará a un lugar propicio. Los heridos, mientras tanto, vencidos por la fiebre y la sed, pedían agua sin cesar. Conforme a los deseos de Peuñén que todos juzgaron acertados, se llamó a la machi para que preparara las rogativas. El sacerdote indígena, el Ngen-pin, presidió la ceremonia. Todos quedaron bajo sus órdenes. Los que estaban en condiciones de hacerla, danzaron alrededor del fuego sagrado, mientras los heridos, en pedido angustioso, no cesaban de clamar: - ¡Agua! ¡Agua!

La luna y las estrellas, desde lo alto,
eran mudos testigos de tanta desesperanza y de tanta angustia. La ceremonia tuvo fin cuando el sol, apareciendo por oriente, envió sus rayos a las arenas calcinadas. Extendieron su vista en derredor y allá, en la lejanía, como en una bruma gris, creyeron vislumbrar una esperanza. Volvieron a mirar usando sus manos a modo de pantallas para defenderse del fuerte resplandor del sol que les impedía ver con claridad, y ya no hubo duda para ellos. Un grito de júbilo acompañó el descubrimiento: a lo lejos, como una señal de que sus súplicas habían sido oídas. distinguieron una cadena de médanos. La machi confirmó la suposición: -¡Médanos... a lo lejos! Eso indica que en el lugar hay agua dulce donde saciar la sed. ¡Marchemos hacia allá! Obedecieron impulsados por la desesperación y alentados por la esperanza y hacia allí dirigieron la marcha con la rapidez que el estado de los heridos requería. Tranahué había caído en un sopor del que sólo salía para pedir suplicante: - ¡Agua! ¡Agua! Llegaron hasta los médanos pero, contra toda suposición, allí no había agua. Sólo crecía un enorme caldén, un ketré witrú que les dio esperanzas, pues todos conocían la virtud de este árbol cuyo tronco hueco retiene el agua de las lluvias, y desde el primer momento los cobijó bajo sus ramas defendiéndolos del fuerte sol de la pampa. Allí y con cuidado acostaron al cacique y a los heridos que, bajo el follaje acogedor, descansaron tranquilos, atendidos por las mujeres que no dejaron de prodigarles los cuidados que les fue posible. Esta vez las esperanzas no fueron vanas. Uno de los guerreros de Tranahué, con su lanza de tacuara abrió un tajo en el troncó del caldén, del que comenzó a brotar agua pura y fresca. Gritos de alegría saludaron al líquido tan deseado y después de dar de beber al cacique y a los heridos , todos se abalanzaron a beber... a beber con avidez.
El agua seguía manando de la herida abierta en el
tronco del árbol solitario y quedaba depositada al pie, acumulándose en una depresión del terreno.
Volvieron a reunirse en ceremonia los vasallos de Tranahué; pero esta vez fue el agradecimiento al Gran Espíritu, que había escuchado sus ruegos, el motivo de la celebración. Por fin el cansancio los venció, se echaron bajo las ramas del gran árbol solitario, y mecidos por el ruido del agua que continuaba cayendo, quedaron profundamente dormidos. A la mañana siguiente, él sol llegó a despertarlos. Uzi fue el primero en ponerse de pie y el primero en lanzar una exclamación de sorpresa. Un espejo de plata, entre los médanos, donde se reflejaba todo el oro del sol, hirió su vista El agua que guardara el caldén durante tanto tiempo había continuado cayendo toda la noche cubriendo una gran extensión de terreno y formando una laguna de agua clara y potable, que aparecía ante todos como una bendición. Uzi, impresionado aun ante la maravillosa visión , exclamó:
-¡Ketré Witrú Lafquén! (¡La Laguna del Caldén
Solitario!)
Así la llamaron desde entonces. El caldén seguía erguido,
ofreciendo el asilo de sus ramas generosas. La herida del tronco se había cerrado ya, una vez cumplida con creces la misión que le encomendara el Gran Espíritu.

Merced al líquido providencial y a los
cuidados prodigados, Tranahué curó de sus heridas y recobró la salud perdida. Reinó sobre sus súbditos como lo hiciera hasta entonces. Vueltos a la normalidad, el cacique decidió retornar con la tribu a sus dominios abandonados durante tanto tiempo, pero los principales jefes, interpretando el sentir de los vasallos de Tranahué, agradecidos al kétré witrú, pidieron al cacique que se levantaran allí los toldos, en el lugar donde habían salvado sus vidas juntos a la Ketré Witrú lafquén que les prometía campos fértiles y abundante alimento. Convencido Tranahué de la razón invocada por su pueblo y agradecido él mismo al solitario caldén, accedió al pedido que se le hacía y allí, al amparo de los médanos, junto a la Ketré Witrú Lafquén, levantaron su toldería que ocuparon desde entonces.
Esa fue, según los araucanos de La Pampa, el origen de la Laguna del Caldén Solitario.

(leyenda Araucana)


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02 julio 2007

El balseo de las Almas


Al atardecer, las familias de Castro se reunen en sus casas a recrearse con esas leyendas que abundan por allí. Siendo Castro un lugar donde llueve casi todo el año y oscurece temprano, no es de extrañar que las familias sean numerosas.

Sentados junto al brasero, el más anciano, y por lo tanto, más conocedor de su macabro folklore narra sus historias. Es raro encontrarse con alguien de allá, grande o chico, a quien no le fascine oír historias de terror y comer chapalele.

La que más espeluznaba, y por lo tanto, más se repetía, era la siguiente:

Se dice que en Castro las almas de los muertos deben esperar a orillas del lago llamado Cucao, la balsa de un barquero fantasma, encargado de balsearlas hasta la orilla opuesta; hacia el lado de la montaña, en la costa del Pacífico. Mientras esperan, las almas de los muertos se trepan a la copa de un gran árbol que crece en el bosque cercano. Y
desde allí llaman al balseador, y sus voces semejan el lúgubre sonido del viento.

Pues bien, sucedió que hace un tiempo vivía por allí un chilote totalmente incrédulo. Según él, tal vez hubieran almas en pena, que las hay en toda partes, pero aquello de que un barquero viniera a llevárselas ¡eso, imposible!

Y así tuvo la idea de dar al traste con la historia. Se envolvió en una mortaja y, desde lo alto de un árbol de aquel bosque, comenzó a llamar al barquero. Cuál no fue su asombro al ver que éste se apareció al instante, como siempre que se requerían sus servicios. De inmediato se dio cuenta de que el amortajado era un hombre vivo que había querido burlarlo y, alejándose de allí, hizo un gesto con sus manos; de sus dedos salió una chisguetada de algo muy hediondo que cubrió al bromista.

Bajó del árbol para lavarse en el lago, pero el mal olor persistía. Era tan fuerte que aquellos con quienes se topó al volver a su casa se tapaban las narices. Y al tercer día murió de un "derrepente". Su alma, desalojada de su incrédulo cuerpo, hubo de reunirse con las otras; pero el barquero no le permitió subir a la balsa.

Y allí ha quedado para siempre, gimiendo y rogando en vano al barquero, tan contumaz como el hedor que le lanzara en castigo por burlarse de la muerte.


(Chiloé, Chile)


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28 junio 2007

La Pincoya


Huenchula era la esposa del rey del Mar. Vivía con él desde hacía un año.
Acababa de tener una hija, y quería llevarla a casa de sus abuelos, en tierra firme.
Iba recargada, porque además de su bebé traía muchos regalos.
Su esposo, el Millalobo, los enviaba para sus suegros. Era una disculpa por haber raptado a su hija.
Huenchula tocó a la puerta de la cabaña. Desde que le abrieron, hubo un alboroto de alegría. Palabras superpuestas a los abrazos. Risas lagrimeadas. Frases interrumpidas.
Los abuelos quisieron conocer a su nieta. Pero estaba cubierta con mantas.
Huenchula les describió cada una de sus gracias. Les hizo escuchar sus ruiditos. No los dejó verla.
Sobre su hija no podían posarse los ojos de ningún mortal.
Los abuelos entendieron. Esta nieta no era un bebé cualquiera. Era la hija del rey Mar. Por lo tanto, tenía carácter mágico y la magia tiene leyes estrictas.
Pero cuando su hija salió a buscar los regalos y los dejó solos con la bebé, por un ratito nomás, los viejitos se tentaron.
Se acercaron a la lapa que servía de cuna de su nieta y levantaron apenas la puntita de las mantas para espiar. Total, ¿qué podía tener de malo una miradita?
La beba era como el mar en un día de sol. Era un canto a la alegría.
No querían taparla de nuevo, ni sacarla de su vista. En eso regresó Huenchula, vio a su hija y gritó.
Bajo la mirada de sus abuelos la pequeña se había ido disolviendo, convirtiéndose en agua clara.
Huenchuela se llevó en la lapa las mantas, y a su bebé de agüita. Se fue llorando a la orilla.
En el mar volcó despacio lo que traía. Luego se zambulló y nadó entre lágrimas y olas hasta donde estaba su marido, que la esperaba calmo y profundamente amoroso.
El Millalobo la tranquilizó.
—¿Por qué no miras hacia atrás?
Ahí estaba la Pincoya, su hija. El mar la había hecho crecer de golpe.
Era una adolescente de cabellos dorados, con el mismo encanto de un bebé estrenando el mundo.
Desde entonces, la Pincoya habita el mar, con su apariencia adolescente y bonita.
Es un espíritu benigno.
Cuando una barca de pescadores es atrapada en una tormenta, la que apacigua los ánimos es la Pincoya.
Cuando hay problemas lejos de la costa, la que ayuda a encontrar el rumbo es la Pincoya.
Cuando alguien naufraga, lo rescata la Pincoya.
Acompañada de sus dos hermanos, la Sirena y el Pincoy, se asegura de que los náufragos regresen a sus hogares con vida.
Pero a veces, hasta ellos tres llegan tarde.
Entonces, toman los cuerpos sin vida y los llevan suavemente hasta el Caleuche, el buque fantasma habitado por los hombres que nunca abandonarán el mar.
Las noches de luna llena, son noches de promesa.
La Pincoya, vestida de algas, baila en la orilla.
Si baila de espaldas al mar, habrá escasez de pesca.
Si baila frente al mar, habrá abundancia de peces y mariscos.
Y si alguien tiene la suerte de verla bailar, esa persona tendrá magia en su vida.



(Leyenda chilena)


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17 marzo 2007

Lamparitas del bosque


En una profunda caverna, cerca del cráter de un volcán, vivía el Gran Brujo, atormentado por sus maldades.
Era como el jefe de los brujos menores y de los brujitos. Pasaba inventando diabluras más o menos graves.
La gente de los valles le teína miedo porque creían que era el causante de todas sus enfermedades y de la muerte de sus rebaños de llamas y guanacos y de sus aves de corral.

Muchas veces sucedían desgracias de las que el Brujo era inocente; pero de todas maneras él y sólo él sembraba la mala suerte en los campos.
Para tenerlo contento, le dejaban afuera de sus rucas cántaros llenos de "mudái", especie de chicha que al Gran Brujo le encantaba.

Cuando la noche estaba más oscura, solía bajar de la cumbre montado en una ventolera. Al pasar por lo más espeso del bosque encendía miles de lamparitas rojas con el fuego que traía del volcán, y así no perder el camino de vuelta.
-Vendré muy borracho -murmuraba para sí- y las luces me guiarán hasta mi caverna.
El Brujo no se medía para tomar. Vaciaba jarro tras jarro de chicha hasta que no se daba cuenta ni por dónde andaba. Era la única manera de olvidar todas las maldades que hacía y la rabia que se le retorcía como culebra en el corazón. Esta rabia no tenía explicación; tal vez fuera la semilla de su propia brujería.
El mudái lo hacía volar dulcemente en torno a las rucas y cantaba unas canciones muy tontas y desafinadas:
"Soy un gorgorito que se lleva el viento y tengo cosquillas de puro contento."
Hasta los niños, envueltos en sus mantas, despertaban y se reían del Brujo. Sabían que estando borracho no hacía daño a nadie. Y las risas infantiles caían como agua pura en el alma negra del Brujo; sentía una alegría rara al escucharlas, una especie de felicidad que le recordaba bosques vírgenes, frutos maravillosos, el nacimiento de las vertientes, que conoció cuando él era un recién nacido y no había hecho ninguna maldad todavía.
Entonces se preguntaba
-¿Por qué tuve que ser malo? Ay, mi madre fue una serpiente y mi padre un diablo, ¿qué otra cosa podía ser yo sino un malvado brujo?
Y luego añadía con sonrisa lagrimosa:
-Pero nací bueno... Lo recuerdo.
Y como los borrachos pasan de la risa al llanto sin motivo, el Brujo se ponía a llorar sin consuelo y regresaba con lentos bamboleos a su casa.
Y en el camino de vuelta, olvidábase de apagar las lamparitas que dejara colgando de los ramajes igual que campanillas. Así, durante casi todo el año, la selva lucía hermosas luminarias, hasta que llegaba el invierno con sus lluvias interminables. Una a una las luces se iban apagando y el Brujo, al no tener guía, se ponía a dormir todas sus borracheras en el corazón caliente del volcán.

Los hombres y los animales descansaban de males y terrores.
De este modo pasaron muchos soles y lluvias y el Brujo, con su mala voluntad, se puso más y más perverso. También se puso más tonto; y un tonto malo y poderoso es el peor azote que pueden tener los hombres y los seres de la naturaleza.
Y sucedió que un año llovió más de la cuenta y el verano se atrasó. El Brujo tuvo que esperar para encender sus lámparas y como le hacía falta su bebida favorita, se puso de un genio espantoso. Aullaba en la cima de la montaña, arrojando piedras y cenizas. Su amigo, el gigante Cheruve, hacia otro tanto, lanzando lava y agua hirviendo a los valles, y robando niñas pequeñas para comérselas.
Cuando por fin llegó el buen tiempo, hubo más lamparitas que otras veces en el bosque.
Y el Brujo, al no encontrar toda la bebida que necesitaba para apagar su tremenda sed, se vengó de los campesinos enterrando sus dedos negros en las siembras de papas.
-¡Qué peste más terrible!- se quejaban las mujeres al recoger las cosechas y encontrar las papas podridas-. ¿Qué comeremos este año?
Y pensaban en sus niños que pasarían hambre.
Se reunieron los jefes y dueños de las tierras para decidir qué hacer con el malvado Brujo.
El más joven dijo:
-Dejémosle el mudái junto a los matorrales; nosotros estaremos escondidos ahí y cuando esté borracho, le damos la paliza. A ver si así no regresa.
Algunos dijeron que sí y otros que era muy peligroso apalear al Brujo, porque podía convertirlos en ranas o en peces.
-¡Y hasta en piedras! - gritó otro más miedoso.
El de mediana edad aconsejó:
-Le pondremos algo amargo como el natre en la chicha, una yerba que le dé dolor de estómago y le quite para siempre las ganas de tomarla.
Pero también hubo razones en contra: al no hallar la bebida de su gusto, podría vengarse de manera terrible, robando los animales o matándolos.
Entonces habló el más anciano:
-Creo que tendremos que juntarnos todas las criaturas de la Tierra para ganarle al gran Brujo del demonio. Quiero decir que tenemos que reunirnos con nuestros animales protectores del aire, de la tierra y del agua. Y también será necesario invocar a los buenos espíritus de las selvas. Entre todos, tal vez podamos echarlo para siempre de nuestros valles.
Esta vez los jefes, los campesinos y los jóvenes estuvieron de acuerdo.
-La violencia nunca es una solución -concluyó el anciano-, un golpe acarrea tarde o temprano otro golpe; pero actuar unidos y con astucia traerá un buen final.
Cada familia se preocupó de hablar con su animal protector. Y unos acudieron a las colinas para conversar con el Guanaco y otros a las selvas para hablar con el Puma. Los de la orilla del mar conferenciaron con los Delfines y los de la montaña, con el Aguila Blanca.
Los que habitaban cerca de las selvas se internaron para comunicarse con los espíritus de los árboles, cuyos pensamientos son profundos como raíces y amplios como sombras.
El espíritu del Canelo aconsejó lo más sabio:
-El Brujo de la montaña necesita sus lámparas para no perderse en la espesura de la selva; si se las quitamos, no podrá atravesar los bosques y no sabrá encontrar los senderos hacia los valles. Sólo así nos dejará en paz.
Los hombres y los animales consideraron que el Canelo había dado la solución mejor y más sencilla. Y además, no encerraba ninguna violencia.
En seguida se pusieron a planear lo que cada uno tendría que hacer para arrebatar al Brujo sus lamparitas.
Los campesinos juntarían cientos de jarros de chicha para emborracharlo por largo tiempo. Después de mucho beber, el Brujo regresaría a través del bosque tan mareado y cegatón, que sería muy fácil confundirlo y cada hombre, cada niño y animal escondería una de las brillantes luces, dejando al malvado a oscuras para siempre.
Ese mismo día las mujeres y las niñas se pusieron a fabricar grandes cantidades de la bebida favorita del Brujo. Jarros y jarros de greda se pusieron a fermentar y el olor del mudái llenaba el aire y se lo llevaba el viento hasta la montaña. Porque el viento también quiso participar en la guerra contra el que hacía tanto daño.
En torno a cada ruca se alinearon los cántaros llenos hasta los bordes. Allá, en su gruta, el Brujo, aún dormido, empezó a oler el agrio perfume con que el viento le hacía cosquillas, envolviéndolo de la cabeza a los pies.
No tardó en despertar, sediento:
-¡Qué olores suben del valle! ¡Aaaah! Esos infelices aprendieron bien la lección que les di, al pudrirles sus cosechas de papas. Llevaré un buen fuego para mis lámparas, porque esta vez sí que la borrachera será grande.
Pidió a su amigo, el Cheruve, que le prestara una de sus teas y a cambio él le traería una indiecita para la comida. ¿Qué más quería el gigante?
Bajó entonces el Brujo agitando su fuego como bandera, de modo que los que estaban esperándolo se pusieron alerta.
Encendió lámparas iluminando cada sendero del bosque para tener seguras las huellas a su regreso. Y luego se dirigió hacia los cientos de cántaros que rodeaban las rucas.
-Nunca he probado un mudái tan delicioso como éste exclamó el Brujo, tragando sin parar-. La próxima vez apestaré todos los manzanos, porque veo que da buen resultado el maltrato.
Ni por un instante se le pasó por la cabeza que tanto jarro lleno pudiera ser trampa.
Poco antes del amanecer, cuando la noche es más oscura y tranquila, porque todos los seres, aun los nocturnos, reposan, el Brujo inició su regreso, olvidando por cierto la indiecita prometida al Cheruve. A medida que se internaba en el bosque, iban desapareciendo una a una las lamparitas que dejara encendidas.

-Vaya, ¿qué pasa con mis luces? -gritó con una voz que parecía salirle de las orejas, tan mareado se sentía.
Unas ligeras risas y murmullos sonaron aquí y allá.
-¿Quién se ríe? ¡Ya verán! -aulló furioso, dándose encontrones con las ramas.
Los guanacos escondieron las luces detrás de sus cabezas, los venados, entre sus astas, los pumas, con sus anchas patas, las águilas, con sus alas, los hombres, bajo sus mantas. Y los niños huían por todas partes, como luciérnagas risueñas, llevando entre sus manos una radiante lamparita.
Hasta las truchas de los riachuelos jugaron a beberse los reflejos, iluminándose en el agua como fuegos fatuos.
El Brujo suplicó que le devolvieran sus luces, dándose cuenta de que si conseguían arrebatárselas, estaba perdido. Pero los espíritus protectores se negaron, porque no se puede creer en las promesas de un borracho.
Solamente logró que los pensamientos de los árboles guiaran hasta su gruta, donde a pesar de su derrota y de la rabia que le hervía en la cabeza, cayó al suelo echando humos alcohólicos por boca y orejas.
Nunca más pudo bajar a los valles a hacer daño a los hombres y a las criaturas humildes. Nunca más el Cheruve le prestó una tea de fuego por no haberle llevado una indiecita. Pero aquellas luces que entre todos le quitaron, vuelven a iluminar cada año los senderos y son las flores del copihue que cuelgan de los ramajes de la selva como campanitas.


(Leyenda Mapuche)


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26 junio 2006

Cerro La Isadora


Hace tiempo, una hermosa mujer, madre de dos hijos, se fue a vivir a lo que hoy se conoce como el cerro “La Isidora”. Las malas lenguas (infaltables en toda época) cuentan que era una mujer loca, que había sufrido mucho por la muerte de su marido, al que nunca olvidó. Las gentes decían que se amaron mucho y que, debido a ese amor, él había muerto asesinado por un primo celoso de ella, Isidora, que era el nombre de la mujer. Más tarde aquel desgraciado intruso, causa del infortunio de Isidora, tan hermosa como la luna llena en una noche estrellada, se suicidó lanzándose al río una noche de San Juan.

Isidora era una mujer bellísima, que gustaba cantar en las noches de verano. Pero todo cambió cuando su amado se fue en brazos de la muerte forzada, aquella muerte detestada por todos. Después de esto, Isidora tomó a sus dos pequeños hijos y se fue con ellos al cerro que hoy lleva su nombre, en San José de Maipo. Cuando pasó por el pueblo casi nadie se fijó en ella, era una extraña más que llegaba a este valle que oculta misterios y romances malditos. Esta claro, también, que nadie entendía el porqué de vivir en el cerro, sola y con sus hijos. Algunos lo asimilaban a la supuesta locura de esta mujer, pero otros decían que practicaba la magia negra, como ha sido muy común desde siempre en algunas mujeres del Cajón del Maipo.
Pasó el tiempo y los hijos de Isidora crecieron, y un día decidieron marcharse para probar fortuna en el pueblo o irse a la capital. Isidora se entristeció mucho, pero aceptó que sus retoños se lanzasen a la vida. Ellos prometieron volver, una y otra vez le dijeron que regresarían para llevársela a un lugar muy hermoso. Por eso cada atardecer, asomada sobre unos riscos, Isidora salía a ver si sus hijos venían. Pero estos nunca regresaron.

La vida se acabó para esta mujer, las lágrimas brotaron sin cesar una y otra vez de sus ojos melancólicos, los pasos comenzaron a decaer, el cabello se volvió blanco como la nieve y las arrugas se hicieron presentes. Por último, Isidora murió de pena en una noche de Luna.
Los hijos no volvieron, se olvidaron de la madre e hicieron fortuna en el norte. Pero uno de ellos, muchos años después regresó. Vino a estas tierras y fue al cerro, buscó el lugar donde habían vivido y encontró los huesos de su madre. Les dio sepultura y se marchó sin decir palabra. Pero a pesar de esto, por la ingratitud de los hijos y la promesa no cumplida, el alma de Isidora comenzó a vagar por aquel cerro, llorando por ellos. Hasta el día de hoy aún se puede sentir el triste gemido de Isidora por las quebradas. Este llanto no es como el llanto de la Llorona, es melancólico y dulce a la vez, no daña a nadie. Es el llanto de una alma que no descansa en paz, porque aún no encuentra la luz de sus ojos, sus hijos...

Fuente: la91fmchile

(leyenda chilena, zona centro)


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17 marzo 2006

La leyenda de Calafate

En lo que ahora es Magallanes y mucho tiempo antes de que aquellas tierras fueran colonizadas, vivían allí dos grupos de aborígenes: los tehuelches y los onas. Al parecer, y de acuerdo con lo que dice la leyenda, los onas eran muy mirados en menos por los tehuelches, y si así no hubiera sido, nada hubiese sucedido.

Resulta que el jefe del aikén tehuelche tenía una hija bellísima, la cual era su orgullo y alegría. Esta jovencita llamábase Calafate y tenía unos maravillosos ojos dorados. Para mal de sus pecados sintiéndose en todo superiores a los onas, era costumbre tehuelche que, al cumplir la mayoría de edad, algún joven ona fuese consagrado por el brujo del pueblo.

El joven ona que llegó al aiken para serlo resultó ser tan guapo y tan garrido que Calafate, con solo verlo, se enamoró locamente de el y él de ella. Este gran amor echó raíces en ambos: decidieron huir, sabiendo que sus dos tribus no aceptarían su unión. En un lugar lejano ambos levantaron su choza: pero alguien supo de los planes y sin perder un segundo le comunicó al jefe y padre de Calafate.

De acuerdo con su tradición, la vida del joven ona era sagrada en las presentes circunstancias; por lo tanto el jefe intentó convencer por otros medios a Calafate de apartarse del ona y olvidar a su bien amado. ¡Todo fue en vano! ¿Cómo su hija, siempre siempre dócil y respetuosa de su padre y de las leyes de su tribu, ahora se mostraba tan rebelde e indómita?

Convencido de que aquéllo era obra del Gualiche, la deidad maligna, hizo venir a la bruja de su tribu y le ordenó que impidiera la huida de los enamorados, hechizando a Calafate, pero que sus maravillosos ojos dorados siguieran mirando su aikén, fuese cual fuese el hechizo.

Ni corta ni perezoza, la bruja la transformó en un arbusto que, cada primavera, se cubre de flores doradas, las que parecían contemplar el paraje donde conoció a su amado. El joven ona la buscó en vano por toda la región, hasta morir de pena.

La bruja, al darse cuenta del daño que había causado, hizo que esas flores, al caer, se convirtieran en un dulce fruto de color púrpura. Y ese fruto es el corazón de la hermosa tehuelche.

(Leyenda Tehuelche, Chile)

Fuente: Leyendas de siempre, Bibliográfica internacional


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03 febrero 2006

Llacolén (leyenda chilena)


En un valle de lo que es ahora Concepción vivía un arrogante toqui (jefe de la tribu) llamado Galvarino. Este toqui tenía una hija, bella entre las bellas y tan arrogante como su padre. El nombre de Llacolén corría de boca en boca entre los belicosos mapuches. El toqui comprendió que ya era hora de casarla. Galvarino inició las conversaciones del caso con el padre de Millantú, joven guerrero, quien la amaba desde hace largo tiempo.

Pero Llacolén había heredado la soberbia de su padre. No le hacía feliz seguir las leyes impuestas por su raza. Para acallas el fuego de su ira, solía ir a bañarse diariamente a cierta laguna escondida en la espesura del bosque.

Por aquellos días la lucha entre mapuches y españoles eran sangrientas. Estos últimos, provistos de caballos y mosquetes, llevaban la mejor parte. Sucedió que un capitán español, yendo a reunirse con su tropa, vio a Llacolén junto a la laguna, y su belleza lo deslumbró. La india lo contempló a su vez y lo encontró mas gallardo, hermoso y arrogante que su prometido Millantú.

Fascinados, se enamoraron, y en los escasos intervaleos de tregua, mientras los mapuches reponían de sus derrotas, siguieron viéndose junto a la laguna.

Rota de pronto la tregua, hubieron de separarse. En un feroz encuentro, los mapuches fueron nuevamente derrotados y Galvarino cayó prisionero. Para escarmiento de los indios, el gobernador ordenó que le cortaran las manos, dejándolo luego en libertad. Reunido con los suyos, preparó un nuevo ataque al mando de Caupolicán. Fueron nuevamente vencidos y ambos toquis fueron cruelmente ejecutados.

Llacolén veía llorar de ira a las mujeres, pero ella no lloraba, porque su amor por el capitan español era más poderoso que el odio hacia los invasores. En su anhelo por verlo corrió sigilosa a la laguna. Allí, en el silencio de la noche, escuchó el galopar de un caballo ¡Era su amado que volvía para llevarla con él! Pero Millantú, buscándola desesperadamente, se internó en el bosque. Al verla en los brazos del enemigo, corrió hacia el dando gritos de furia. Se trabaron en violenta lid. Lanza y espada chocaron una y otra vez, hasta caer ambos sin vida sobre la hierba.

-¡Traidora!- alcanzó a gritar Millantú antes de morir.

Fuera de sí, Llacolén se arrojó a la laguna que hoy lleva su nombre, mientras la luna reflejaba su inmutable cara en las aguas mansas.

Fuente: Leyendas de siempre, editorial bibliográfica internacional


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19 enero 2006

Las tres Pascualas


Las tres pascualas vivían en la naciente ciudad de Concepción, allá por el siglo XIX. Las tres eran hermanas. Ellas, siendo jóvenes, lindas y lavanderas, solían ir diariamente a lavar la ropa en una laguna cercana. Allí, entre lavado y lavado, cantaban canciones de amor. Y al caer la tarde, le pedían a la laguna que, por favor, les trajera el verdadero amor de sus vidas.

Un día vieron llegar por la orilla opuesta a un gallardo joven que, al verlas, se acercó hacia ellas y les ofreció tertulia. Compartieron con el joven su comida y este las acompañó hasta que el sol se puso. Las encontró muy lindas y malvadamente se propuso hacerlas suyas.

Por otro lado, las tres Pascualas regresaron a su casa en silencio, arrobadas y cada una de ellas convencida de que el hermoso joven había venido por ella ¡solo por ella!

Por su lado, el joven regresó día a día a la laguna, dispuesto a rendirlas, una por una, a su pérfido deseo.

Llegaba por la mañana, ayudaba a la Pascuala menor a llevar la ropa a su cabaña, y en el trayecto, le declaraba su ardiente amor. Cuando la Pascuala mayor partía al pueblo a comprar las provisiones, enamoraba a la de al medio. Y cuando la menor preparaba la comida, juraba amor eterno a la mayor.

Así, las tres Pascualas se enamoraron locamente. Como cada una se sentía la elegida, no se atrevían a mirarse de frente, temerosas de despertar sus celos. Ya no cantaban: solo suspiros llenaban el atardecer. La laguna ya no era verde y clara, si no turbia y revuelta como sus pobres almas, que le habían dado todo a su bien amado.

Y, entonces, el dichoso bien amado, habiendo logrado su propósito, ya no acudió a la cita. Esperaron en vano, hora tras hora, día tras día. Por fin, se miraron cara a cara y sus propios ojos revelaron su triste secreto.

Muertas de pena, fuéronse internando calladas en las aguas, estas se agitaron formando un remolino. Un temblor sacudió su fondo. La aguas se desbordaron, y al volver a su cauce, este tomó la forma de la luna en cuarto menguante.

Según cuentan los lugareños,desde entonces ciertas noches suelen verse las tres Pascualas, luego de luna llena, lavando y lavando en la laguna que lleva su nombre. Creen que sus aguas no son buenas y evitan su cercanía.


(leyenda chilena)


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26 diciembre 2005

La flor de la Añañuca


Monte Patria es la cuna de la flor regional: La Añañuca. En sus laderas floreció el copihue nortino, y con ello una leyenda que ha inspirado a muchos poetas. De antaño, cuando el Monte Grande de la tierra alta todavía se llamaba Monterrey, vivía en sus vecindades una hermosa joven india llamada Añañuca.

Los mozos se hacían lenguas ponderando sus virtudes. Mas, ninguno había podido conquistarla, y eso le daba nombradía. Cierto día llegó por los contornos un gallardo minero, que dijo buscar derroteros auríferos por Campanario adentro, de donde venía ahora para reponer fuerzas y acumular pertrechos.

Verse y enamorarse fue una sola cosa. Añañuca supo que había encontrado al hombre soñado y éste, a su vez, sintió que un brote sedentario lo mantendría a su lado. Así fue como se casaron e iniciaron una vida grata y feliz, que tornó más radiante y hermosa a la muchacha, al paso que su esposo trocó la barreta por azada y amplió los sembradíos de un campito logrado en una sombra patronal del medio.

Pero, una noche en sueños, el mozo tuvo una visión: la huella clara de una veta por vallecito; un reventón de oro. La tan buscada veta estaba a su alcance. Sin decirlo a nadie, adoptó la decisión de subir a la montaña y verificar aquello. Por este motivo, días después dejó su tibio lecho y, sin más aviso, rumbeó por el Ponio arriba, como alucinado.

Ese mismo día, la cordillera desató uno de sus más fieros temporales. Todo se cubrió de nieve. Del minero nadie supo dar noticias y, pese a que los baqueanos recorrieron los portezuelos de abrigo, jamás nadie pudo dar con él. La moza lo esperó y lo esperó con una tristeza que fue aumentando y consumiéndola a ojos vista. Todos los vecinos supieron, entendieron y respetaron su dolor. Éste fue tan grande que, a los pocos meses, le causó la muerte.

Ésta le vino en un día de lluvia suave y persistente, que se mantuvo hasta la hora en que la llevaron cerro arriba, hasta la colina, para depositar su cuerpo en una fosa nueva abierta en la explanada. Allí quedó. A la mañana siguiente, al abrir el sol, una noticia corrió como reguero de pólvora: en torno a la sepultura, y por toda la planicie, había brotado una gran cantidad de flores semejantes al copihue, pero de un tono más suave y armonioso.

Eran flores que nunca antes nadie había visto por el lugar. Los serranos la ponderaron como la flor de la Añañuca, y así la conocemos hasta el día de hoy, naciendo a comienzos de cada primavera, después que la lluvia benefactora ha caído sobre el Norte Chico chileno.



(leyenda del Norte de Chile)


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19 diciembre 2005

El regalo de Nguenechén


Desde que Nguenechén los puso en el mundo, los mapuches veneraron el Pehuén, la araucaria patagonica, el árbol extraordinario que se yergue solamente en las laderas y los valles del Neuquen. Debajo de su sombra generosa, junto al grueso tronco, se reunían los grupos a rezar, brindaban sus ofrendas de carne, sangre y humo, y colgaban de sus fuertes ramas regalos de agradecimiento.El invierno, muy crudo, estaba durando demasiado, y la tribu se había quedado sin recursos: los ríos estaban helados, los pájaros habían emigrado y los arboles esperaban la primavera. La tierra se encogía debajo de la nieve. Muchos resistían el hambre, pero los chicos y los viejos se morían. El gran Chau no escuchaba las plegarias, también Él parecía dormido...Entonces se tomo una medida desesperada: el toki decidió que los jóvenes se dispersaran, que se fueran lejos hasta encontrara alimentos, que cada cual buscara, por donde le pareciere, bulbos, bayas, hiervas, cualquier grano o raíz, y los trajeran al campamento.Hubo un muchacho que, muy alejado de su ruca, recorría una región de montañas arenosas y áridas, barridas sin tregua por el viento. Volvía hambriento y aterido, con las manos vacías y la vergüenza de no haber encontrado nada para llevar a casa cuando, después de una loma, un viejo desconocido se le puso a la par.Caminaron juntos un buen rato, y el muchacho le hablo de su tribu, de sus hermanitos, de los enfermos, de los que tal vez ya no volvería a ver cuando llegara.El viejo lo miro con extrañeza y le pregunto:- No son suficientemente buenos para ustedes los piñones? Cuando caen del Pehuen ya están maduros, y con solo una cápsula se alimenta una familia entera.El muchacho le contesto que siempre habían creído que Nguenechén prohibía comerlos, que resultaban venenosos y que, además, aprecian tan duros...Entonces el viejo le explico que a los piñones había que hervirlos en mucho agua o tostarlos al fuego, y que en invierno había que enterrarlos para preservarlos de la helada. Y apenas le hubo dado estas indicaciones, se alejo.El muchacho siguió su camino pensando en lo que había escuchado: Era posibles que la comida hubiese estado siempre al alcance de la mano? Acaso no sabían todos, desde siempre, que no se puede comer el árbol sagrado?Apenas llego al bosque busco bajo los arboles, entre la helada, allí donde en verano crecen las pequeñas violetas amarillas, todos los frutos que encontró, y los guardo en su manto. Corriendo como podia, los llevo ante el Toki y le contó las instrucciones del viejo.El jefe escucho atentamente, se quedo un rato en silencio y finalmente dijo:- Ese viejo no puede ser otro que Nguenechén, nuestro gran Chau, que bajo otra vez para salvarnos. Vamos, no desdeñemos este regalo que nos hace.La tribu entera participo de los preparativos de la comida. Muchos salieron a buscar mas piñones, se acarreo el agua y se encendió el fuego. Después tostaron, hirvieron y comieron las semillas dulces el fruto dorado. Fue una fiesta inolvidable.Se dice que, desde ese día, los mapuches nunca mas pasaron hambre. Inventaron las tortillas de harina de piñón y la chicha que llamaron Chawü. E inauguraron una tradición: el gran viaje de recolección de principios del otoño, cuando grandes grupos se reunían en los bosques de Pehuén a juntar la reserva para el invierno y agradecían a Nguenechén haberlos salvado de la hambruna.Y todos los días, a la hora de rezar, cuando un mapuche se para frente al sol naciente y extiende hacia el su mano limpia y abierta, lleva en ella una ramita de Pehuen y dice:
A ti que no nos dejaste morir de hambre,

A ti que nos diste la alegría de compartir,
A ti te rogamos que no dejes morir nunca al Pehuen,
El árbol de las ramas como brazos tendidos.
(leyenda Mapuche)


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07 diciembre 2005

El pillán y el sacrificio de Licarayén


Para los huilliches no hay nada más perverso que el demonio Pillán. Odia a los seres humanos. Desde el Peri Pillán los espía incesantemente porque no puede soportar verlos felices, gozando de una vida que, como ente maligno, el jamás podría tener. Corroído por el odio, habita las tinieblas en la soledad más espantosa.

Así las cosas, refiere la leyenda que en una apacible aldea huilliche vivía Licarayén, la hija del cacique. Y ella no era solo la más hermosa por fuera, sino también lo era por dentro; y todos la amaban por su gran bondad. La joven estaba lista para casaese con Quiltralpique, joven gallardo y noble que había ganado su corazón. Esperaban para ello que la luna les diera la señal propicia. El pueblo se aprestaba para la feliz boda. Según la machi, nacerían de ambos hijos buenos y hermosos que como ellos traerían bendiciones a todos.

Sin embargo, el ojo del Pillán se posó en aquella región y al punto descargó sobre ella toda suerte de calamidades: el volcán comenzó a expulsar fuego y lava por todos lados, arrasando sembradíos, bestias, rucas y gentes: el mar se salió de madre, la tierra tembló con violencia. La peste se ensañó con los que habían logrado escapar con vida. Entre estos últimos el cacique, si hija y su prometido. En vano todos elevaban sus clamores en ritos y machitunes y parecía que la raza huilliche desaparecía de la faz de la tierra.

Entonces se presentó ante ellos un anciano quien les dijo que lo que había que hacer para derrotar al Pillán era sacrificar a la doncella mas hermosa, pura y buena de la región, arrancándole el corazón del pecho y depositándolo en la cima del cerro más elevado.

Pronto los huilliches descubrieron que ¡La única doncella que reunía todas estas cualidades era Licarayén!

De nuevo la princesita demostró su grandeza de espíritu: si la paz y el bienestar de su pueblo dependían de ella, ella ofrendaba su vida con alegría.

Y así, le fue preparado un lecho donde se tendió plácidamente y pidió que Quitralpique fuese quien le arrancara el corazón. Este traspasó con su lanza el pecho de su bien amada y después su propio pecho, para seguir así unidos en la muerte.

El anciano, seguido por el pueblo, depositó el corazon envuelto en una rama de canelo, sobre la cima del cerro más alto. Surgió entonces en el aire un cóndor gigantesco que, cogiéndolo entre sus garras y elevándose raudo, lo dejó caer por la boca del volcán que ahora se llama Osorno y que, en aquel entonces, se le conocía como Peripillán. Al instante, las hojas de canelo se convirtieron en copos de nieve, y una tupida nevazón los cubrió totalmente. Luego, tras derretirse en parte la nieve, nacieron los lagos Llanquihue, Todos los Santos, Chapo y Reloncaví.

El anciano forastero aconsejó a los huilliches guardar las tradiciones de su raza, trabajar y no caer en vicios ni odios. Así estarían a salvo de las garras del Pillán quien, aunque vencido, espera la ocasión para vengarse de su encierro del cual, de tanto en tanto, intenta liberarse provocando temblores intensos.
(leyenda huilliche)

Fuente: Leyendas de siempre, Bibliográfica Internacional


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08 noviembre 2005

El Copihue


Hace muchos años, en los bosque del sur vivía una hermosa niña llamada Rayén. Ella amaba a Maitú, el guerrero más valiente de su tribu. Habían sido prometidos en matrimonio por sus padres cuando eran niños. Un día de primavera, Maitú partió con los hombres del pueblo, a luchar en una batalla a orillas del río Toltén.
Rayén estaba muy triste. Como era habitual, cada vez que Maitú se ausentaba, Rayén subía al Pino más alto del bosque. Desde allí, podía observar el polvo que levantaban los guerreros en el combate, y cuando regresaban, salía a su encuentro. Pero esa mañana no vio nada y su marido no volvió.
Rayén llora de pena en el bosque derramando muchas lágrimas que se convirtieron en flores de sangre. Colgando de los árboles altos y pequeños, se tiraron a los pies de la niña, diciéndole que con su pena les dio la vida y ellas le darían alegría. Es así, que la hermosa Rayén se tendió y una alfombra roja salió volando por los cielos. Era la india que iba al encuentro de Maitú.
Desde entonces florecen los copihues, recordando el dolor de la mapuche y el valor del guerrero que lucha hasta morir.
(leyenda Chilena)


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El Trauco


Este personaje mitológico es descrito como un hombre pequeño, de feo rostro, pero mirada muy dulce, fascinante y sensual. No tiene pies, ya que sus piernas terminan en muñones. Viste traje y sombrero de paja, y usa en su mano derecha una hacha de piedra, que reemplaza por un bastón retorcido llamado "pahueldún", cuando esta en frente de alguna joven. Colgado del gancho de un corpulento Tique, espera a su víctima. Una muchacha que esté soltera y que tenga forma de mujer.
Al divisarla golpea con su hacha tres veces el Tique y ya está el fascinante Trauco junto a ella. Él la sopla suavemente con el Pahueldún. Sin poderse resistir, la muchacha fija su mirada en los brillantes y diabólicos ojos del Trauco, cayendo en un plácido sueño de amor.
Cuando despierta la joven esta casi desnuda y con los vestidos revueltos. A medida que pasan los meses, el cuerpo de la niña se va transformando, pues ha sido poseída por el Trauco. A los nueve meses nace el hijo de este hombre pequeño. Ahora ambos están relacionados con la magia del misterioso Trauco.
(leyenda Chilena)


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El Tue Tue


El tue tue es un pájaro nocturno que en su canto dice tue tue. Su vuelo es rápido tan pronto lo escuchas aquí como allá. Según los mapuches a quien le canta el tue tue está irremediablemente condenado a morir. El tue tue es un brujo mapuche que en las noches sale a volar.

Una joven al sentirlo pasar lo invitó a tomar once al día siguiente y grande fue su sorpresa cuando al otro día llegó una mujer y le dijo que venía por la invitación.
Ella la invitó a pasar, le ofreció asiento y disimuladamente puso debajo del cojín una tijera abierta. Esto era para descubrir si era bruja o no.
Luego de servir la mesa, la invitó a pasar a servirse algo, pero, la anciana no pudo levantarse pues había quedado pegada. Con esto la asustada joven comprobó que era el tue tue que estaba de visita en su casa.
Si lo escuchas pasar no te burles de él, pues, una desgracia te podría suceder.


(leyenda Chilena)


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03 noviembre 2005

Creacion de Chile


En el principio, Dios creó las maravillas del mundo. Sin embargo, cuando terminó se dio cuenta que había muchos trozos sueltos. Tenía partes de ríos y valles, de glaciares y desiertos, de montañas y bosques y praderas y colinas. En vez de dejar que estas maravillas se perdieran, Dios las dispuso todas en el lugar más remoto de la tierra. Así es como se creó Chile


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01 noviembre 2005

El Caleuche

EL CALEUCHE: La versión más conocida de la leyenda del Caleuche señala que es un buque que navega y vaga por los mares de Chiloé y los canales del sur. Está tripulado por brujos poderosos, y en las noches oscuras va profusamente iluminado. En sus navegaciones, a bordo se escucha música sin cesar. Se oculta en medio de una densa neblina, que él mismo produce. Jamás navega a la luz del día. Si casualmente una persona, que no sea bruja se acerca, el Caleuche se transforma en un simple madero flotante; y si el individuo intenta apoderarse del madero, éste retrocede. Otras veces se convierte en una roca o en otro objeto cualquiera y se hace invisible.
Sus tripulantes se convierten en lobos marinos o en aves acuáticas. Se asegura, que los tripulantes tienen una sola pierna para andar y que la otra está doblada por la espalda, por lo tanto andan a saltos y brincos. Todos son idiotas y desmemoriados, para asegurar el secreto de lo que ocurre a bordo. Al Caleuche, no hay que mirarlo, porque los tripulantes castigan, a los que los mira, volviéndose la boca torcida, la cabeza hacia la espalda o matándole de repente, por arte de brujería. El que quiera mirar al buque y no sufrir el castigo de la torcedura, debe tratar que los tripulantes no se den cuenta. Este buque navega cerca de la costa y cuando se apodera de una persona, la lleva a visitar ciudades del fondo del mar y le descubre inmensos tesoros, invitándola a participar en ellos con la sola condición de no divulgar, lo que ha visto. Si no lo hiciera así, los tripulantes del Caleuche, lo matarían en la primera ocasión que volvieran a encontrarse con él. Todos los que mueren ahogados son recogidos por el Caleuche, que tiene la facultad de hacer la navegación submarina y aparecer en el momento preciso en que se le necesita, para recoger a los náufragos y guardarlos en su seno, que les sirve de mansión eterna. Cuando el Caleuche necesita reparar su casco o sus máquinas, escoge de preferencia los barrancos y acantilados, y allí, a altas horas de la noche, procede al trabajo.


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